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Érase una vez...

La furia de una voz

Carraspea.   Eso es lo que más molesta a Antonio, que su garganta emita otro sonido que el de su aterciopelada voz. ¿no habrás preparado bien la solución con la que cada mañana hace sus gárgaras milagrosas? Tendrá un mal día, siempre ocurre así cuando alguna rugosidad altera la perfecta tensión de sus cuerdas vocales.

 Hoy tiene una agenda cargada: de doce a una la grabación de seis cuñas radiofónicas; hora y media para comer; de las dos y media a las cuatro el doblaje de los últimos bodrios hollywoodienses estrenados directamente en DVD; luego, alas seis, su clase de dicción, hay que mantenerse en forma; una pausa para tomarse algo bien caliente en un local sin refrigeración, aunque la temperatura no baje de 35 ni siquiera durante la noche, el frío es su peor enemigo; y a las nueve y media tendrá que doblar al petimetre que presenta las noticias en la televisión local.   Comprueba si lleva bien puesto el pañuelo de cuello y rocía su garganta con el spray que lleva siempre para los casos de apuro.  Descubre a un treintañero que le mira de soslayo: rubio, ojos azules,  luciendo el bronce de sus brazos y sus piernas, marcando la firme  musculatura de su pecho.  Antonio no puede evitar el calentón, pero mira al joven con una dignidad altiva, un nuevo carraspeo vuelve ridículo su gesto altanero.   Se marcha de allí apretando el paso, hay que poner distancia, esconde las manos en sus bolsillos, no quiere que vean como encoge sus puños hasta casi hacer brotar la sangre. Mientras presta su voz seductora de barítono para anunciar un salón de fitness, le asalta de nuevo la imagen del joven rubio con aquel torso de vértigo, es entonces cuando desafina y vuelve a carraspear.  Todo el estudio guarda silencio, conocen la ira de Antonio, no se perdona los fallos y descarga su enfado con todo el equipo.  Sabe muy bien que es capaz de humillar y disfruta con ello.   Pero no es suficiente, necesita hacer daño, mucho daño.   Después de haber ofendido cruelmente a todos sus compañeros, llama a su secretaria para que cancele todos sus compromisos. No quiere volver a casa, entra en un ciber y busca sus foros habituales.  Lee unos cuantos mensajes, le aburren, podría triturarles con demasiada facilidad, no son más que carnaza para mentes simples.  Hoy necesita batirse en toda regla, ¡qué pocos están a su altura!  Se dirige a la barra a pedir un café y paga una hora más.   Se sienta cómodamente y mientras saborea  el café, actualiza la página. ¡Mira quién tenemos aquí, al mismísimo sultán del harén!  Ese desgraciado le debe unas cuantas, hoy le ha dado por ponerse reflexivo y ahí están todas las frustradas babeando respuestas.   Los ojos de Antonio se tiñen de perversidad, abre un documento en blanco y se emplea a fondo.   Entre eufemismos y procacidades ridiculiza cada uno de los argumentos de ese cretino y de paso vapulea verbalmente a su corte de babeantes.   Sabe que esto último le sacará de quicio, ¡el pobre sultán todavía cree que con las mujeres hay que ser un caballero!   Repasa su obra, sí, esta vez está seguro de haber dado en la diana; cuando regrese a casa tendrá diversión asegurada. Sale del ciber, decide ir a comer a un buen restaurante, a uno de esos que no cierran cocina, es lo que tiene vivir en la capital, todo está a pedir de boca.   Dicen que la gula es la antesala de la lujuria, Antonio lo sabe bien, después de paladear una buena comida siempre se despierta su lascivia más desenfrenada.   Podría ir  a su Sauna de costumbre, pero no le apetece sexo de pago y, además, sería incapaz de lastimar a cualquiera de esos jóvenes atletas de lo erótico.  Necesita dar el puntillazo a ese toro de odio compasivo consigo mismo. La solución es sencilla, Jana siempre está dispuesta, realmente esa descerebrada le idolatra.  Es guapa, s, pero no es más que otra boba ingenua de las muchas que se le han abierto de piernas.  Como todas las demás se cree especial, piensa que ella si le va a echar el lazo.  Hay que reconocer que Jana pone toda la carne en el asador, ninguna se ha dejado humillar hasta tal punto.  Sí, esa zorrita pagará todos los desplantes de los que le hizo víctima Mª del mar, esa puta italiana fue la única que se rió en su cara.  Da igual, todas las mujeres son criaturas estúpidas y previsibles, en cada una de sus nuevas conquistas irá matando con la imaginación a esa cerda que se atrevió a desairarle. Antonio carraspea de nuevo, opero ya no le importa.  En su cabeza sólo cabe regodearse con la imagen de cómo va a encular a Jana: con brutalidad, con la mayor brutalidad  de la que sea capaz, hasta desgarrarla y hacerla sangrar. domingo, 16 de julio de 2006

Turno de cenas

Manolo ha aprendido a llevar dignamente el uniforme, ya ni siquiera le cuesta hacer el lazo de la pajarita y, por supuesto, la lleva recta.  Rescatando aquellos aprendi9zajes inútiles de la mili, sabe cuadrarse ante los clientes mientras les toma nota, ha aprendido a retirarles las cartas por la izquierda y a servir los platos también por la izquierda.  Sabe hacerse invisible cuando rellena sus copas y cuando les pone nuevos bollos de pan de nueces.

 Su problema son las noches de verano cuando la mitad de la clientela está formada por una variada muestra de esos turistas que llenan la ciudad.  Y es que lo suyo no son los idiomas, con esfuerzo ha logrado aprender cuatro palabras de inglés.  ¿Pero y cuando el extranjero en cuestión le mira con cara de pasmo?, empieza a plantearse si  lo ha pronunciado mal, si ha llamado carne al pescado, ensalada a la pasta.  No, nada de eso, el problema es más grave: el cliente no entiende ni una palabra de inglés, ni del suyo entrecortado ni del de un profesor del mismísimo Oxford.  Manolo siente subir la adrenalina hasta la raíz de los pocos cabellos que le quedan, con una rápida mirada busca en el salón algún compañero que le saque del apuro, pero el paisaje es desolador: una filipina que no entiende ni el castellano, lo mismo que el tailandés y el argelino. Y se dice Manolo, ya que son extranjeros al menos podrían tener un solo idioma para todos, ¿no? En ese momento siempre le entra la tentación de secarse el sudor con la estúpida servilleta que el jefe le hace llevar en su brazo izquierdo para tener un aire más chic. ¿Más chic? Ridículo es lo que se siente.  Con un largo suspiro disimulado, ensaya la única solución posible, empieza a mover las manos como un prestidigitador pretendiendo hacerse entender por señas.  Ni que decir tiene que tampoco ese lenguaje lo domina, lo sabe porque al extranjero de tirno cada vez se le pone cara de mayor sorpresa.  Sin embargo, la estrategia es fácil, cuando deja de gesticular, abre todavía más la sonrisa y guiña un ojo, ahí al cliente no le queda otra que asentir con cara de resignación. Y así Manolo durante el verano sirve las cenas que él mismo escoge.  Los platos más caros, que para algo lleva comisión. ¡Faltaría más! viernes, 14 de julio de 2006 

La magia de los sencillo

Me gustaba acompañar a mi madre al mercado porque María, la de la carne, siempre me daba cosas. Mi madre me aupaba y yo me ponía de rodillas en el poyete de los cestos.  No pedía nada, no, mi madre me decía que eso era un vicio muy feo, pero imagino que mis ojos no entendían de vicios y sí de pedir.  Cuando le devolvía el cambio, María me guiñaba  y dejaba sobre el mostrador algún pequeño tesoro: carretas del oeste de plástico, angelitos de goma que al apretarlos dejaban escapar un silbido, muñecas de cartón recortables con sus vestiditos de papel, también recortables, que se sujetaban sobre la muñeca con dos tiritas blancas, peines de colores vivos tan pequeños como mi mano, y así muchas cosas más.

 

   Yo guardaba como es debido esos obsequios en una gran caja de cartón.  Cuando llegaba de la escuela por la tarde, papá ya estaba en casa, abríamos la caja y jugábamos a inventarnos historias: los ángeles se peinaban mientras salvaban a las carretas del ataque de los indios y la chica, porque toda historia que se precie tiene un chico y una chica guapos y buenísimos, se ponía todos los vestiditos para celebrar que habían perdido los malos.

 

   Un día, María, la de la carne, dejó un espejo de dos caras sobre el mostrador, su mango era fucsia de esmalte brillante, pero aún brillaban más sus dos cristales pulidos.  Ese botín no lo guardé en la caja, era demasiado valioso, lo dejé sobre la mesilla de noche y me miraba todas las mañanas en el derecho y en el revés que eran al mismo tiempo revés y derecho.   Mi espejito mágico no me decía que yo fuera la más guapa, qué va, era más mágico aún.  Los días de verano, cuando ya no había cole, lo tomaba, salía al balcón y recogía con sus lunas los rayos del sol.  Desviaba esos rayos hasta la casa de Pepi.  Entonces Pepi salía al balcón, me imitaba y lanzaba destellos a casa de Pedro.  Y Pedro a casa de Luis y Luis a casa de...  De modo que en verano aqauel barrio humilde  se llenaba de focos como si estuviéramos de estreno y todos fuéramos auténticos artistas de cine.

 miércoles, 21 de junio de 2006

El más apetecible

Amanda arquea su cuerpo convirtiéndolo casi en una ese perfecta, jugando a regalárselo y alejárselo a Miguel.  Sus pieles se palpan viéndose más allá de lo que esa tenue lámpara turquesa insinúa en claroscuro.   Este juego les gusta porque dilata el deseo aplazándolo.  Las manos de Miguel, ahora, se aferran a los pechos de Amanda, esos pechos que a él le evocan el aroma floral de las mandarinas y el terciopelo de los duraznos.  Los abarca enteros y Amanda se queda muy quieta, dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo y frotando con dos dedos las sábanas, siempre blancas, pellizcándolas para sentir el suave tacto del algodón, casi tan delicado como el tacto sedoso de la piel de Miguel.   Cuando él la ve así, abalanza su cabeza hasta casi rozar la barbilla de ella.  Amanda suelta las sábanas para mesar esos cabellos tan negros, siempre perfumados con fragancias provenzales dominadas por el olor de la lavanda.  Poco a poco Amanda da más fuerza a sus manos hasta lograr sentarse y dejar la cabeza de Miguel en su regazo.   Miguel deja los pechos de Amanda, abre los brazos en cruz y se desliza hasta rozar con la punta de sus pies la rugosidad de la alfombra.  Y Amanda, siguiendo un rito inventado, se curva hasta besar la espalda de Miguel, apenas un leve roce de sus labios carnosos; luego se incorpora de nuevo y  lo obliga a mirarla porque siente sed de sus ojos golosos como la miel.  Se miran con la infinita nostalgia de querer ser uno y tener que ser dos.  Hasta que Amanda ya no puede sostener más esa mirada, se voltea y queda tumbada sobre su vientre con las piernas abiertas, en paralelo a los brazos de Miguel, completamente abandonada a su lengua  que le busca otros labios.  Esos tan húmedos de dulce sabor amargo.  Amanda muerde la almohada para no gemir, no aún, mientras Miguel lame con la avidez de un bebé cuando lo amamantan.  Esto se prolonga hasta que se desliza por el torso de ella y Amanda  encoge sus piernas para quedar apoyada   sobre las rodillas.   También Miguel se alza arrodillándose tras ella, todos sus dedos se visten de caricia, de uno en uno, buscando el amado clítoris de Amanda.  Y ahora sí llega el primer gemido, que se convierte en aullido cuando Miguel la penetra  moviendo rítmicamente su pelvis contra las nalgas de ella.   Miguel toma dos mechones de la melena de Amanda a modo de bridas y ya no sabe si siente su placer o el de ella.  Amanda mueve las caderas en círculo y Miguel casi llega a soñar que han logrado ser uno, así, con él dentro de ella, con ella envolviéndole a él.  Sus gemidos se convierten en grito al llegar al éxtasis, siempre juntos,  al unísono.

       Vuelven a tumbarse de costado besándose con los ojos que se han convertido en boca, en paladar saboreando manjares.   Sólo entonces lamentan haber dejado de fumar. 

lunes, 19 de junio de 2006

Ante la puerta del enlace

      Subió  envuelto en el aroma de la rosa blanca que encontró en un banco y le había parecido un presagio; ensimismado por la fragancia y la ilusión no llegó a escuchar el inquietante roce metálico del ascensor.  Ni siquiera notó la estruendosa sacudida con la que se detuvo en el cuarto piso.  Tampoco el chirriar de la puerta cuando la abrió.  En su cabeza sólo resonaban perfumados compases de piano de una vieja canción francesa.     

 Sigiloso se deslizó por el rellano hasta la puerta del cuarto primera.   En el rótulo se leía: Luz Larrab, nombre melodioso  de aquella que imaginaba como la mayor promesa de dulzura y de la que no sabía otra cosa que el que ella había llegado de Argentina esperando que la fortuna le sonriera en este lado del Atlántico.   Quien la había conocido era Alfredo, él le había dicho la dirección insinuándole que sería bueno que la visitase si quería darle un giro a su vida.  La sonrisa de Alfredo tenía un matiz de picardía y Rodolfo se sintió intrigado.   No tardó ni un día en presentarse a la cita no concertada llevado por el pálpito de que algo mágico iba a ocurrirle, si no ¿por qué le había sonado tan armoniosa la otras veces aflautada y discordante voz de Alfredo?      

Blanco como la rosa, otra casualidad, era el minúsculo botón del timbre que tanto contrastaba con la altísima y sólida puerta de un adusto marrón oscuro.  Lo presionó esperando que sonase el leve tintineo de unas deliciosas  campanillas, por el contrario, retumbó en sus oídos un estridente zumbido similar  al de un millar de cigarras mecánicas.   Después el silencio que, por contraste, aún resultó más molesto, sobre todo cuando se prolongó mucho más allá  del que, en circunstancias normales, se produce tras llamar a una puerta.  Rodolfo se mantuvo indeciso unas décimas de segundo, después de repasar las angulosas molduras marrones, se decidió a volver a pulsar el timbre.    Ante su sorpresa el inarmónico zumbido de la vez anterior se convirtió en un enervante chirriar de cadenas, por un momento llegó a pensar que sin darse cuenta había llamado a otro piso, pero era imposible, él no se había movido.  ¿Moverse? Más bien era el dintel el que parecía haber descendido, Rodolfo se dijo que sería una ilusión provocada por aquella luz tan tenue que incluso disminuía en intensidad cada vez que presionaba el botón.  También hubo silencio esta vez, Rodolfo aguzó el oído tratando de percibir alguna muestra de vida al otro lado. Lo que fuera: pasos, voces, música, el entrechocar de las puertas interiores, cualquier resonancia aunque resultará amortiguada por el grosor de aquella mole de madera que empezaba a parecerle inexpugnable.  La evidencia era palmaria, no había nadie en casa, hasta la rosa se había apagado como su ánimo, por otra parte ya podía esperárselo al no haber anunciado su visita.         

Iba a dar media vuelta cuando oyó simultáneamente el motor del ascensor que se alejaba y una especie de grito sofocado en el interior.  Esta vez pegó la oreja a la puerta cerrada intentando escuchar, le pareció que en algún punto lejano se rompían cristales, después nuevamente silencio; un silencio denso que casi se podía cortar.  No quiso más sorpresas con el timbre, así que golpeó fuerte con los nudillos justo debajo del rótulo que era la única pista de que no se había equivocado de lugar.   Pese a la fuerza que imprimió a su brazo, los golpes resultaron sordos como si la madera se hubiese convertido en corcho, cosa que habría afirmado de no ser por la dureza que percibía su tacto y el leve dolor en su puño.  Por primera vez observó la cerradura, era la típica de las casas antiguas, una oquedad en la que sólo podía ajustarse una gran llave de hierro forjado, pensó que si se agachaba podría ver algo de lo que se escondía detrás, pero no, el hueco estaba ciego, cosa que no podía significar más que el que la llave estaba puesta por dentro. De modo que la casa no podía estar vacía.  Estaba inmerso en sus deducciones cuando sintió un carraspeo seguido de un acceso de tos que sonaba a la altura de la cerradura desde el otro lado y, tras una pausa, toda una urdimbre de sonidos diversos: correteos, roces, murmullos, hasta el gorgoteo de un grifo mal cerrado, todo junto provocaba una lóbrega cadencia que le impresionó de forma ingrata.  Y más todavía cuando su olfato percibió el inconfundible olor agrio de las flores marchitas y vio que, efectivamente, su rosa blanca se había secado y dejaba caer sus pétalos al suelo.      

Un gusano de nervios oprimió su estómago, algo malo estaba sucediendo allí.   Rodolfo   lamentó haberse negado siempre  a incorporar el teléfono móvil a su vida, ahora no podía dar ninguna señal de alerta y no sabía si debía marcharse o seguir insistiendo para rescatar a la señorita Luz del tormento que estuviese padeciendo.   Confundiéndose con el acelerado latido de su corazón una respiración jadeante empezó a dejarse oír tras la mirilla, aunque ésta no se había movido.  Rodolfo volvió a golpear con desesperación y de nuevo sus nudillos sólo lograron un eco sordo apenas audible, cosa que le permitió percibir un cuchicheo que hubiese jurado que le llegaba de alguien apostado a su espalda.  Se giró pero no vio a nadie aunque el bisbiseo seguía filtrándose por su oído derecho y un llanto ahogado se colaba por la cerradura desde la que ahora emergía un haz de luz rojiza intermitente.   Rodolfo volvió a agacharse, pero cuando lo hizo la cerradura había vuelto a cegarse sin que hubiese escuchado la llave introduciéndose.   El susurro en su oído se hizo más perceptible y entendió una voz, femenina y ajada, que le imprecaba a marcharse, quiso pronunciar el nombre de la que su amigo Alfredo había descrito como joven encantadora pero su voz se le ahogó en la garganta.  Ni siquiera logró despegar sus labios.  Y el silencio volvió a reinar, tenso, repercutiéndole a Rodolfo en las sienes.       

La última nota desasosegante la puso un maullido asmático que retumbó por todo el rellano procedente del cuarto segunda que extrañamente se había acercado quedando apenas separado del cuarto primera por el hueco de la escalera y el ancho del ascensor.  Sólo entonces Rodolfo cayó en la cuenta del doble sentido de la palabra encantadora, tanto podía aludir a la ternura de un carácter como al oficio de hechicera y un sudor frío le recorrió la columna de su espalda.  Desde luego aquello parecía obra de brujería.   O eso o todo era fruto de una alucinación cuya causa desconocía.  Su pulso cada vez era más agitado, los latidos de su corazón retumbaban como truenos en medio del renovado silencio, Rodolfo había olvidado totalmente la ilusión con la que había acudido a aquel edificio, ahora sólo pensaba en huir.   Para su desgracia alguien debía haber dejado la puerta del ascensor abierta pues., aunque las cadenas permanecían inmóviles, la luz que indicaba que estaba ocupado se mantenía encendida.  También la escalera se había estrechado, pero era la única salida, Rodolfo se encaminó hacia ella dispuesto a precipitarse a toda prisa, pero se quedó paralizado cuando empezó a escuchar que alguien daba tumbos en ella sin que  llegase a distinguir si los pasos ascendían o descendían.  Dejó caer el. tallo sin pétalos que todavía sujetaba en su mano izquierda y se sentó en el primer escalón, maldiciendo a Alfredo y abandonándose totalmente a la suerte que pudiese esperarle. 

lunes, 22 de mayo de 2006    

En ventanilla

— ¿Hoja de nómina?

— Sí, tome, es ésta.

— ¿Datos bancarios?

— Éstas son las cuentas y éste el documento de la hipoteca.

— ¡Ummmmm! Así que hipotecada, no es usted una buena contribuyente

.— ¿Disculpe? No entiendo.— Sí, sí, lo que oye.  Usted no es solvente.

— Perdone, tengo mi nómina de funcionaria y estoy al corriente de pago.

— Sí, sí... eso dicen todos.  En fin, ¿recibo de la contribución?

— También lo he traído, tome.

— Pero.. ¿Cómo? ¿Su hermano también es propietario?  Eso no le gustará al ministro.

— ¿Al ministro? Hicimos la escritura conjunta por seguridad, pero vivo sola.

— Ya, bueno.  No sé qué pensará el inspector.   Sigamos, ¿certificado de minusvalía?

— ¿Parezco discapacitada? Le aseguro que estoy sana como una manzana.

— Pase poer esta vez, pero el próximo ejercicio traiga el certificado de minusvalía.

— Le repito que no estoy discapacitada,.— Usted tráigalo y no se hable más. ¿acta notarial de sus medidas?

— ¿Medidas? ¿Qué medidas?

— ¡Qué paciencia hay que tener! ¿No se merecen ustedes este programa de ayuda! Necesita presentar el acta notarial que de fe de sus medidas.

— Sigo sin  entenderlo.

— Me está usted estresando, esto se lo descuento de la desgravación.  A ver... contorno de pecho, cintura y caderas. ¡Sólo presentan problemas las mujeres!

— ¿Qué importa eso para la renta? Disculpe mi torpeza, pero no alcanzo a comprender...

— Todo hay que explicarlo, ¡Señor!  Un buen contribuyente ha de ser perfecto.   Necesito el acta notarial conforme sus medidas son las canónicas: 90-60-90

— No me informaron de ese detalle.  De tosa formas mis medidas son 95-57-95

— ¡Ay, ay, ay! Esto complica las cosas.  Además no tiene el documento notarial.  Nunca leen ustedes la letra pequeña y ahora me veo obligada a medirla yo.   Venga, quítese la ropa.  Y rápido, que no tengo todo el tiempo del mundo.

— ¿Me está diciendo usted que me desnude? ¡No doy crédito!

— No querrá usted que la mida con la ropa puesta.  Hay que ser estrictos al milímetro.  Y, le repito, dese prisa.

— ¿Aquí? ¿delante de todos? Yo...

— ¡Mujeres! ¡Desnúdese ya!

— Bien, ya está.  Puede usted medirme.

— Imperdonable, lencería blanca. ¡Y encima de algodón!

— Soy alérgica a otros tejidos y no creí que...

— ¡No creí, no creí! ¿Así que alérgica? ¿Ve como es usted una disminuida?

— De acuerdo, no quiero discutir más.  Estoy pasando frío con el aire acondicionado.

— Guarde silencio o no podré medirla con precisión... ¡Ajá! ¿ Con que mintiendo a Hacienda? Y eso que Hacienda somos todos.  Sus medidas son: 93-58-94

— Me habrá medido mal...

— ¡Poniendo en duda mi profesionalidad! Esto también se lo descuento de la desgravación.

— Mire, si es necesario pago, pero quisiera...

— No importa lo que quiera.  Vuelva usted mañana midiendo 90-60-90. ¡Ah! Y al menos que su lencería no sea blanca

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 viernes, 19 de mayo de 2006   

El cristal con que se mira

     Bastó con inyectarte una simple burbuja de aire directamente a la arteria. 

-  Resignación. ¡Resignación!   

 Pronto te habrás diluido en el polvo.  Y contigo se pulverizarán todas mis pesadillas.  No habrá más noches en blanco.  Se acabó el acostarse bajo el temor de caer presa del pánico en las oscuras redes del laberinto onírico donde siempre me ha perseguido tu imagen especular.  Tú ya descansas en paz.  Ahora ya podré hacerlo yo, porque no volverás a robarme mi reflejo.     Empezaste a usurparme mi protagonismo en el momento mismo de nacer.  Desde el alumbramiento quedé relegado al papel de secundario en mi propia vida.  Y, por supuesto, condenado al rol de antagonista. “La comadrona para atender a tu parto no le prestó la asistencia debida a Oliviero, que casi se muere”, mamá siempre tuvo las ideas claras sobre cuál de los dos estaba de más.  Ella nunca nos confundió.  Es curioso, podría decirse que sólo he existido plenamente para tu madre.  Hasta tú llegaste a sentir celos porque fue a mí a quien susurró sus últimas palabras. ¡Cómo jugué a hacerte daño con ello.  Al fin y al cabo los buenos hermanos deben compartir el dolor: “Oliviero no causó problemas, pero para que nacieras tú, Orlando, la partera me hizo un corte que dolía a rabiar”.  Se cobró ese desgarro, desgarrándome a mí con su recuerdo hasta el lecho de muerte.

 -  ¡Segado en la flor de la vida! ¡Una lamentable pérdida!  

   Claveles, gladiolos, crisantemos, dalias.  Flores blancas y poco perfumadas.   A todo el mundo le ha parecido un detalle elegante, incluso exquisito; una forma sutil de expresar,  por contraste, el peso abrumador del luto.  Pero tú, seguramente, habrías considerado que mi pretendida  originalidad bebía en lo más tópico.     Siempre fuiste mi juez más exigente.  “La comadrona para atender a tu parto no le prestó la asistencia debida a Oliviero, que casi se muere”.  Te creías en la obligación de aleccionarme en todo por haber nacido el primero.  Querías iluminarme con tu conducta, ser mi modelo.  Por eso seguiste siendo en todo el primero: el más inteligente en clase, el más decidido en el recreo, el más aplicado en casa. “Dicen que sois idénticos, pero no os parecéis en nada.  ¿Orlando, no podrías hacer algo aunque sólo fuera la mitad de bien que Oliviero?”   Cuando ella me reñía, era tu mirada la que me amonestaba: aquel mohín de reproche dolido, que me devolvía, como un espejo, mi propio disgusto.  Más que tu doble, me sentía tu reverso.  Tu brillantez solar me convertía, que sólo podía participar  de tu esencia perfecta como una torpe reproducción distorsionada.  Y la defectuosa copia te decepcionaba.  Y tu desengaño devenía despecho dentro de mí.    Y mi deseo era destruirte para dejar de parecer tu falso duplicado … ¿Recuerdas que cuando cumplimos diez años te perseguí por toda la casa blandiendo un martillo?  Tu madre impidió que lo hundiera en tú cráneo.  Ahora nada de eso tendrá ya la más mínima importancia.  Además debo decirte que de los dos yo era el mayor. 

-  Sé que es un gran dolor la muerte de un hermano … ¡Te acompaño en el sentimiento!     

  De roble macizo, con molduras labradas y detalles cromados, forrado con seda de una delicada tonalidad malva.   Nada aparatoso, pero sin duda regio.  Un buen envoltorio para tu último trayecto.   Te resguardará de la humedad fría de la tumba. ¡Siempre fuiste tan frágil!  Te habré protegido incluso en el más allá.     Porque tú eras el dominante, pero también el débil.  Y me necesitabas.  Nuestra fusión simbiótica era la que te daba fuerza.  Si yo no hubiese sido tu calco imperfecto, tú no habrías podido destacar.  Para que tú sobresalieras yo debía estar cerca, así que me sentía útil e importante cuando estaba a tu lado.  Tu madre era la única que no nos confundía, ella tenía las ideas muy claras sobre cuál de los dos estaba de más, pero ni siquiera ella habría podido decir que no estábamos unidos.  No consentí que nada, que nadie, nos separara. “¿Te has vuelto loco, Oliviero?”  Aquella muchacha tenía el cabello más hermoso que he visto nunca.  “Ni siquiera Orlando se comportaría así …” ¿Recuerdas?  Tenía una bajada de párpados preciosa, parecía una niña, aunque a la vez se mostraba se mostraba firme y segura como una mujer capaz de amparar todos los golpes.  “Esta broma no tiene la menor gracia …” Hubiese sido una buena esposa, pero al casaros se habría interpuesto entre nosotros y tuve que apartarla de ti, “… deja esos cuchillos en su sitio, por favor.  ¿No podemos hablar como las personas?” ¡Aún debe de estar corriendo!   Seguramente les contará a sus nietos que en su adolescencia tuvo un novio que pretendió batirse en duelo con ella con el cuchillo del pan.  Tu madre era la única que no nos confundía. 

-  A él le habría gustado que te mantuvieras firme.  ¿Mi más sentido pésame!   

  Un coro de voces blancas para entonar los cánticos más solemnes.  Un sermón emotivo pero mesurado, sin lamentaciones quejumbrosas, ni acentos lóbregos.  Y la recepción sobria, pero con la abundancia que corresponde a las honras fúnebres de un gran hombre.   Tú me lo robaste todo, yo te he dado el mejor funeral.  El mío.     Tú mismo has sido el artífice de este fraude.  Las ideas más excelentes siempre fueron las tuyas.  “Por su claridad, energía y vitalidad, nombramos a Oliviero como publicista más creativo del año …”   Las promociones más importantes tenían que pasar por tus manos, ninguna decisión era tomada sin tu aquiescencia.   Y yo como siempre en la sombra.   “Vamos, Orlando, no hagas esperar ese champaña …”   Te admiraban por tu capacidad de ilustrar los conceptos más abstractos.  Porque siempre tenías claro a qué sector de mercado se dirigían los productos.  Porque tus campañas tenían el éxito garantizado.   Y procuraban que yo escuchara sus comentarios, para marcar bien las diferencias. “¿A qué viene esa cara, Orlando? ¡A ver si estarás celoso a estas alturas!”   Pero los soles también se eclipsan.  Te viniste abajo cuando estabas en tu zenit.   Te torturaban las dudas porque temías no estar al nivel de tu reputación.  Tuve que empezar a sustituirte.  Acudía a tus presentaciones con los clientes más difíciles.  Atendía tus citas más molestas.  Incluso te reemplazaba en las reuniones familiares cuando tu falta de inspiración te volvía insociable.  “Realmente, en el último año, Oliviero se ha superado a sí mismo. ¡Vaya este brindis en su honor!”   Y así fue como lo descubrí: sólo puedo ser yo mismo cuando soy tú. 

-  ¡Ha sido tan inesperada la muerte de Orlando! Pero podrás superarlo, tú eras el más valiente.   

    Bastó con inyectarte una simple burbuja de aire directamente a la vena.

Camino del agua

      Aquellos veinticuatro años habían arrinconado su libido contra las cuerdas.  Gloria descubrió que Eduardo, el poeta de la calle, ya no era el mismo, mientras ella hacía su consabido paseo ritual para conjurar  su último desamor.  Gloria, que había recibido una insinuación galante de Eduardo cuando ella vestía de corto sus dieciocho recién estrenados.       La falda de Gloria se había ido alargando conforme aumentaba su edad, pero ella seguía sintiéndose atractiva, después de todo  continuaba usando la misma talla que a los dieciocho, ahora, que ya pasaba dos de los cuarenta.  Y, sobre todo, conservaba el mismo ánimo.   Gloria se sentía feliz de vivir en una ciudad que posee un paseo mágico, porque mágicas tenían que ser Las Ramblas cuando uno se puede sentir turista por el precio de un billete de metro.  Sí, incluso en sus purificaciones contra el desamor, Gloria se dejaba embobar mirando periquitos y peces de colores; lanzaba guiños a las “esculturas” vivientes por ver si perdían su concentración, esa tarde misma había arrancado una media sonrisa a una “estatua de la libertad”; perdía la mirada en los puestos de flores eligiendo mentalmente el ramo que le agradaría recibir por sorpresa; y seguía empeñada en contar los cristales de colores del rótulo de la Boquería y en contar las teselas del mosaico de Miró.   Eduardo ya no  veía  aquello, simplemente se había resignado a ser parte de ese paisaje urbano. 

       Eduardo se sentía cansado, siempre era lo mismo: transeúntes ociosos se detenían ante su tenderete, leían un poco y dejaban sus libros para irse a comprar un ramo en la Rambla de las Flores o unas barritas de sándalo en los puestos de la Rambla de Santa Mónica.  Estaba también cansado de las celebraciones en su tramo, la Rambla de Canaletas, casi lamentaba haber bebido de esa fuente porque quizás de no haberlo hecho ya habría regresado a su Buenos Aires natal en vez de soportar frío y calor entre la algarabía de festejantes.  Eduardo ya no tenía equipo ni militancia y aquellas manifestaciones le dejaban una impresión de ridículo y vacío.

     Gloria tampoco había celebrado la última liga, a ella ya no le interesaba el fútbol, ni siquiera había visto las imágenes de los destrozos en los telediarios.   Seguía sus propios ritos, ajena a sus conciudadanos.  Eduardo también era ajeno a las celebraciones, pero ya ni siquiera creía en rutas propias, se limitaba a caminar los pocos metros desde la calle Hospital hasta la calle Tallers para plantar su puesto con más pena que gloria.   Gloria descubría novedades en sus miradas a lugares antiguos, era miope, pero sostenía la idea romántica de que su visión borrosa convertía el mundo en pinturas propias del pincel de Leonardo.   Eduardo también era miope, pero no había hecho de su deficiencia visual un algo poético, incapaz de ver a lo lejos, su mirada se había vuelto hacia adentro, por eso sólo daba conversación por rutina; cargaba con su cortedad de vista y sus charlas ocasionales con la misma paciencia con la que cargaba con sus paquetes de libros y sus bártulos para apenas vender nada.  Las mágicas ramblas de Gloria no existían para Eduardo.       Hacía veinticuatro años que las miradas de Gloria y Eduardo no se cruzaban, aunque él no había faltado a su puesto ni en los días de lluvia y ella había perdido la cuenta de los desamores vividos y conjurados en aquel paseo. A Gloria le asustó lo que vio en los ojos de Eduardo: una vida rota en su perderse en sueños no cumplidos, una mirada anciana que ya no respondía a la sonrisa de ella, simplemente ni la veía aunque posase los ojos en ella.  Se asustó porque Gloria no quería marchitarse en una acera por especial que ésta fuese; mecánicamente buscó esas gafas que siempre llevaba en su bolso por si se terciaba ver una película subtitulada y se las puso.  Se andaría con vista desde ahora, no fuese que también los sueños rotos marchitasen su sensibilidad antes de tiempo. lunes, 08 de mayo de 2006