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Érase una vez...

El más apetecible

Amanda arquea su cuerpo convirtiéndolo casi en una ese perfecta, jugando a regalárselo y alejárselo a Miguel.  Sus pieles se palpan viéndose más allá de lo que esa tenue lámpara turquesa insinúa en claroscuro.   Este juego les gusta porque dilata el deseo aplazándolo.  Las manos de Miguel, ahora, se aferran a los pechos de Amanda, esos pechos que a él le evocan el aroma floral de las mandarinas y el terciopelo de los duraznos.  Los abarca enteros y Amanda se queda muy quieta, dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo y frotando con dos dedos las sábanas, siempre blancas, pellizcándolas para sentir el suave tacto del algodón, casi tan delicado como el tacto sedoso de la piel de Miguel.   Cuando él la ve así, abalanza su cabeza hasta casi rozar la barbilla de ella.  Amanda suelta las sábanas para mesar esos cabellos tan negros, siempre perfumados con fragancias provenzales dominadas por el olor de la lavanda.  Poco a poco Amanda da más fuerza a sus manos hasta lograr sentarse y dejar la cabeza de Miguel en su regazo.   Miguel deja los pechos de Amanda, abre los brazos en cruz y se desliza hasta rozar con la punta de sus pies la rugosidad de la alfombra.  Y Amanda, siguiendo un rito inventado, se curva hasta besar la espalda de Miguel, apenas un leve roce de sus labios carnosos; luego se incorpora de nuevo y  lo obliga a mirarla porque siente sed de sus ojos golosos como la miel.  Se miran con la infinita nostalgia de querer ser uno y tener que ser dos.  Hasta que Amanda ya no puede sostener más esa mirada, se voltea y queda tumbada sobre su vientre con las piernas abiertas, en paralelo a los brazos de Miguel, completamente abandonada a su lengua  que le busca otros labios.  Esos tan húmedos de dulce sabor amargo.  Amanda muerde la almohada para no gemir, no aún, mientras Miguel lame con la avidez de un bebé cuando lo amamantan.  Esto se prolonga hasta que se desliza por el torso de ella y Amanda  encoge sus piernas para quedar apoyada   sobre las rodillas.   También Miguel se alza arrodillándose tras ella, todos sus dedos se visten de caricia, de uno en uno, buscando el amado clítoris de Amanda.  Y ahora sí llega el primer gemido, que se convierte en aullido cuando Miguel la penetra  moviendo rítmicamente su pelvis contra las nalgas de ella.   Miguel toma dos mechones de la melena de Amanda a modo de bridas y ya no sabe si siente su placer o el de ella.  Amanda mueve las caderas en círculo y Miguel casi llega a soñar que han logrado ser uno, así, con él dentro de ella, con ella envolviéndole a él.  Sus gemidos se convierten en grito al llegar al éxtasis, siempre juntos,  al unísono.

       Vuelven a tumbarse de costado besándose con los ojos que se han convertido en boca, en paladar saboreando manjares.   Sólo entonces lamentan haber dejado de fumar. 

lunes, 19 de junio de 2006

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