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Érase una vez...

Ante la puerta del enlace

      Subió  envuelto en el aroma de la rosa blanca que encontró en un banco y le había parecido un presagio; ensimismado por la fragancia y la ilusión no llegó a escuchar el inquietante roce metálico del ascensor.  Ni siquiera notó la estruendosa sacudida con la que se detuvo en el cuarto piso.  Tampoco el chirriar de la puerta cuando la abrió.  En su cabeza sólo resonaban perfumados compases de piano de una vieja canción francesa.     

 Sigiloso se deslizó por el rellano hasta la puerta del cuarto primera.   En el rótulo se leía: Luz Larrab, nombre melodioso  de aquella que imaginaba como la mayor promesa de dulzura y de la que no sabía otra cosa que el que ella había llegado de Argentina esperando que la fortuna le sonriera en este lado del Atlántico.   Quien la había conocido era Alfredo, él le había dicho la dirección insinuándole que sería bueno que la visitase si quería darle un giro a su vida.  La sonrisa de Alfredo tenía un matiz de picardía y Rodolfo se sintió intrigado.   No tardó ni un día en presentarse a la cita no concertada llevado por el pálpito de que algo mágico iba a ocurrirle, si no ¿por qué le había sonado tan armoniosa la otras veces aflautada y discordante voz de Alfredo?      

Blanco como la rosa, otra casualidad, era el minúsculo botón del timbre que tanto contrastaba con la altísima y sólida puerta de un adusto marrón oscuro.  Lo presionó esperando que sonase el leve tintineo de unas deliciosas  campanillas, por el contrario, retumbó en sus oídos un estridente zumbido similar  al de un millar de cigarras mecánicas.   Después el silencio que, por contraste, aún resultó más molesto, sobre todo cuando se prolongó mucho más allá  del que, en circunstancias normales, se produce tras llamar a una puerta.  Rodolfo se mantuvo indeciso unas décimas de segundo, después de repasar las angulosas molduras marrones, se decidió a volver a pulsar el timbre.    Ante su sorpresa el inarmónico zumbido de la vez anterior se convirtió en un enervante chirriar de cadenas, por un momento llegó a pensar que sin darse cuenta había llamado a otro piso, pero era imposible, él no se había movido.  ¿Moverse? Más bien era el dintel el que parecía haber descendido, Rodolfo se dijo que sería una ilusión provocada por aquella luz tan tenue que incluso disminuía en intensidad cada vez que presionaba el botón.  También hubo silencio esta vez, Rodolfo aguzó el oído tratando de percibir alguna muestra de vida al otro lado. Lo que fuera: pasos, voces, música, el entrechocar de las puertas interiores, cualquier resonancia aunque resultará amortiguada por el grosor de aquella mole de madera que empezaba a parecerle inexpugnable.  La evidencia era palmaria, no había nadie en casa, hasta la rosa se había apagado como su ánimo, por otra parte ya podía esperárselo al no haber anunciado su visita.         

Iba a dar media vuelta cuando oyó simultáneamente el motor del ascensor que se alejaba y una especie de grito sofocado en el interior.  Esta vez pegó la oreja a la puerta cerrada intentando escuchar, le pareció que en algún punto lejano se rompían cristales, después nuevamente silencio; un silencio denso que casi se podía cortar.  No quiso más sorpresas con el timbre, así que golpeó fuerte con los nudillos justo debajo del rótulo que era la única pista de que no se había equivocado de lugar.   Pese a la fuerza que imprimió a su brazo, los golpes resultaron sordos como si la madera se hubiese convertido en corcho, cosa que habría afirmado de no ser por la dureza que percibía su tacto y el leve dolor en su puño.  Por primera vez observó la cerradura, era la típica de las casas antiguas, una oquedad en la que sólo podía ajustarse una gran llave de hierro forjado, pensó que si se agachaba podría ver algo de lo que se escondía detrás, pero no, el hueco estaba ciego, cosa que no podía significar más que el que la llave estaba puesta por dentro. De modo que la casa no podía estar vacía.  Estaba inmerso en sus deducciones cuando sintió un carraspeo seguido de un acceso de tos que sonaba a la altura de la cerradura desde el otro lado y, tras una pausa, toda una urdimbre de sonidos diversos: correteos, roces, murmullos, hasta el gorgoteo de un grifo mal cerrado, todo junto provocaba una lóbrega cadencia que le impresionó de forma ingrata.  Y más todavía cuando su olfato percibió el inconfundible olor agrio de las flores marchitas y vio que, efectivamente, su rosa blanca se había secado y dejaba caer sus pétalos al suelo.      

Un gusano de nervios oprimió su estómago, algo malo estaba sucediendo allí.   Rodolfo   lamentó haberse negado siempre  a incorporar el teléfono móvil a su vida, ahora no podía dar ninguna señal de alerta y no sabía si debía marcharse o seguir insistiendo para rescatar a la señorita Luz del tormento que estuviese padeciendo.   Confundiéndose con el acelerado latido de su corazón una respiración jadeante empezó a dejarse oír tras la mirilla, aunque ésta no se había movido.  Rodolfo volvió a golpear con desesperación y de nuevo sus nudillos sólo lograron un eco sordo apenas audible, cosa que le permitió percibir un cuchicheo que hubiese jurado que le llegaba de alguien apostado a su espalda.  Se giró pero no vio a nadie aunque el bisbiseo seguía filtrándose por su oído derecho y un llanto ahogado se colaba por la cerradura desde la que ahora emergía un haz de luz rojiza intermitente.   Rodolfo volvió a agacharse, pero cuando lo hizo la cerradura había vuelto a cegarse sin que hubiese escuchado la llave introduciéndose.   El susurro en su oído se hizo más perceptible y entendió una voz, femenina y ajada, que le imprecaba a marcharse, quiso pronunciar el nombre de la que su amigo Alfredo había descrito como joven encantadora pero su voz se le ahogó en la garganta.  Ni siquiera logró despegar sus labios.  Y el silencio volvió a reinar, tenso, repercutiéndole a Rodolfo en las sienes.       

La última nota desasosegante la puso un maullido asmático que retumbó por todo el rellano procedente del cuarto segunda que extrañamente se había acercado quedando apenas separado del cuarto primera por el hueco de la escalera y el ancho del ascensor.  Sólo entonces Rodolfo cayó en la cuenta del doble sentido de la palabra encantadora, tanto podía aludir a la ternura de un carácter como al oficio de hechicera y un sudor frío le recorrió la columna de su espalda.  Desde luego aquello parecía obra de brujería.   O eso o todo era fruto de una alucinación cuya causa desconocía.  Su pulso cada vez era más agitado, los latidos de su corazón retumbaban como truenos en medio del renovado silencio, Rodolfo había olvidado totalmente la ilusión con la que había acudido a aquel edificio, ahora sólo pensaba en huir.   Para su desgracia alguien debía haber dejado la puerta del ascensor abierta pues., aunque las cadenas permanecían inmóviles, la luz que indicaba que estaba ocupado se mantenía encendida.  También la escalera se había estrechado, pero era la única salida, Rodolfo se encaminó hacia ella dispuesto a precipitarse a toda prisa, pero se quedó paralizado cuando empezó a escuchar que alguien daba tumbos en ella sin que  llegase a distinguir si los pasos ascendían o descendían.  Dejó caer el. tallo sin pétalos que todavía sujetaba en su mano izquierda y se sentó en el primer escalón, maldiciendo a Alfredo y abandonándose totalmente a la suerte que pudiese esperarle. 

lunes, 22 de mayo de 2006    

2 comentarios

Dino Buzzati -

He leído tu cuento y está bien, pero imitas mi estilo, mujer. Lo he notado. Como Coetzee en "Esperando a los bárbaros" hay algo en tu cuento que no es "El desierto de los tártaros" pero se le parece. Un Kafka del mediterráneo.

Anónimo -

queremos mas final,,, nos dejas como los finales de Cortazar, muy buena la descripcion de la angustia.