Blogia

Érase una vez...

Gira el mundo, gira

 
 
 

¡Hola! Hola. Buenas noches.  ¡Buenas noches! Horrible.  Como que me llamo Leticia que se nota forzado de todas las maneras. ¿Por qué narices pondrán luz de fluorescente en todos los lavabos públicos?, ¿nadie ha reparado en lo poco favorecedores que son?


 

Respira hondo, Leticia.   A ver repasemos: jersey lila, falda negra,  medias negras con una lista lila, zapatos negros de medio tacón, torera burdeos. ¡Ay! No sé, sí, combinar combina, pero...¿No se me habrá pasado la edad?   Hubiese sido mejor llevar los zapatos burdeos, son más planitos...  No, no, entonces el problema habría sido el bolso.   “Perdona, ¿voy muy maquillada?” Que no se nota, claro ella va pintada como un loro, qué me va a decir.  “Mejor coleta, ¿verdad?”; “Ya, pero tú lo llevas bien, yo no lo llevo suficientemente liso”.  ¿Qué se habrá pensado?  Como si yo necesitase parecer más joven, vale que ya haya dejado el dos atrás, pero con treinta no soy un vejestorio.  Sí, me hago mayor.  “Tengo una cita, ¿sabes? ¡una cita a ciegas!”.   Sí, ya hace bien en desearme suerte.   No sé por qué le he hecho caso a Laura, tampoco estoy llevando tan mal la ruptura al fin y al cabo.   Además fue ella la que se registró en meetic, a mí esto de los anuncios por palabras siempre me ha parecido un  recurso para inseguros e indecisos.   Si, Lorenzo se enterase me mataba. ¡Bah! ¿Por qué tienes que acordarte de él ahora? ¿No te acabas de decir que llevas bien la ruptura? Borrón y cuenta nueva, Leticia, tampoco tiene que salir nada de esta noche.  Total también es ingeniero informático, podría volver a ser más de lo mismo: demasiado camuflaje racional para los sentimientos. ¡Ostras! Faltan veinte minutos.  Joer, Leticia, no puedes llegar tarde,¡si tus alumnos supieran lo mal hablada que eres!   Hablar, eso, ¿de qué vamos a hablar?   Del trabajo prohibido, ni del mío ni del suyo; me suelta un rollito tipo, “pues sí, llevo una sección con cinco hombres a mi  cargo”, finamente finjo dolor de cabeza  y me largo, vamos que sí, ¡como que me llamo Leticia!.  En fin, que salga el sol por Antequera, el taxi ya está en la puerta.


“Valencia 286.  Sí, entre Paseo de Gracia y Pau Claris”.   ¿Es esto? ¿Les gens que j’aime?  Que graciosilla es Laura. ¡ Rediós! si no se ve ni torta, ¿para eso tanto arreglarme?   Y encima tener que llevar este estúpido tulipán amarillo, con lo que yo odio ese color.  ¿Y ahora qué?   Si escojo un asiento en la zona de los sofás parecerá que voy a la desesperada, y si me pongo en una mesa con sillas, parecerá que ya pongo barreras de entrada.  Venga, Leticia, que no se diga, aunque te miren todos los que están en ella, aposéntate en la barra y que escoja él.   Guapo y simpático no sé si lo será, pero ya me podía haber advertido Laura que no se definía por la puntualidad.  ¿Por qué serán tan babosos todos los tíos que se ponen en la barra?    Le doy diez minutos, si no llega me largo.
 
Menos mal que ya empiezo a ver algo y que está bueno el orujo.   ¿Veo bien?
Joer, sí, el tipo se ha ido a poner en la parte más oscura, o sea que lo del amarillo tenía sentido después de todo, si no ni le veo.  ¿Y he de ir yo? ¡Hombres!  “ Buenas noches,  bonito tulip...”; “Debiste enviar foto a la mierda esa, me habrías ahorrado una irritación”.  Lo que yo decía para enfermos, no me lo esperaba de él.  “No, no puedes explicarme nada, porque yo me largo”. “Repíteme eso, ¿Laura te aconsejó que te registrases? ¿Y tú eras el que presumía de independiente?”.  Laura se va a enterar, ojalá existiese la Inquisición y la quemasen por alcahueta.   ¡Ayyyyyyyyyy! Diez minutos, no más.  “¿Y tenías que fastidiarme con el color amarillo? ¿Eso es lo que entiendes por empezar bien?”.  Color mimosa, color mimosa, sí ya sé que yo inventé eso para justificar mi gusto por esas flores, pero tendrá que agudizar un poco más el ingenio si pretende algo de mí. 
 
 ¡Ufffff!  ¡Que odioso silencio!   Se ha adelgazado, incluso diría que hace mala cara, si se la pudiera ver bien, claro. ¿Y éste qué? ¿Ahora me viene con esas? Peor para él si me echa de menos, lo prefiero a echarle yo de más  “No, lamento decirte que estoy demasiado ocupada como para darme cuenta de que no estás. ¡Ah! Y no vuelvas a pedir perdón, ya nos dijimos todo lo que teníamos que decir”.  Leticia, sé cabal, los diez minutos han pasado. “En fin, yo me pago lo mío.  Ah, y te dejo mi tulipán, igual te ayuda a ligar esta noche.  Como comprenderás no ha sido un placer”.   Que bruta soy, tampoco hacía falta herirle, esa cara de pócker nunca me ha engañado.  ¡Dios!  ¿tenía que sonar esta canción?   No le mires, Leticia, ahora no, no, no... sí.  Me lo temía, me está mirando a los ojos, siempre lo ha hecho así cuando ha pretendido ablandarme.  No lo conseguirá, aunque... Sí, tengo que reconocerlo nadie me ha mirado nunca igual, es como si con esa mirada me comprendiese entera.  “Está bien, me quedo a escucharla junto a ti.   Pues... otro orujo”.   Que rima con lujo, aún recuerdo cuando Laura me decía que tener a un hombre como Lorenzo es todo un lujo.
 
“No, no es verdad, me subí a la mesa de la sala de profes porque acaba de ver El club de los poetas muertos y no fingí, después no sabía bajarme”.    Control, Leticia, el orujo, la canción y esa maldita buena memoria de Lorenzo ya han hecho que se te escape una sonrisa.  Además me conoce bien, sabe que perderme en evocaciones siempre ha sido una de mis debilidades.  ¡Jo, hasta rompo los cigarrillos! Y es que el muy ladino conoce todos mis puntos flacos, me atacará por el lado del humor.  La verdad es que me hizo reír tantas veces y con tantas ganas, ¡ay!  Venga, ánimo, tu mejor mohín de fastidio, que entienda que estás incómoda y te quieres marchar.   “Jajaja,  no, no me han picado las pulgas, los ácaros sí deben de pulular a miles, además, creo que a este local le van mejor las chinches, me parece que son más chuponas”.  Leti, Leti, ¿qué estás haciendo?  Seguro que ya se te ha puesto esa expresión pícara que tanto le gustaba, y te estás riendo, mantén la calma eso fue lo que te enamoró de Lorenzo, sus constantes ironías, sus constantes chanzas, ese darle otra vuelta de tuerca a las cosas.  Venga, urge levantarse y marchar.
 
Golpe bajo, pero fue él quien me plantó, y ahora apela a mi malestar de aquel día para retenerme. ¡Lo lleva claro!   Ánimo, Leticia, mira que cerca está la puerta, y no, no dejes que te invite.  Tápate los oídos, no le escuches, sólo es un canto de sirena.   “No, Lorenzo, tú tienes alma de gato y yo me cansé de tu juego.  Ahora te dejas ir, pero cuando te necesitase me volverías a fallar.”   Esa mente científica que le hace analizar tan bien las cosas, y además  tiene razón: yo sé que es demasiado sensible y que por eso levanta tantos muros.   ¡Jooooooooerrrrrr! ¡¿Pero qué pasa en este bar?! ¡¿Sólo tiene un disco?!   Ya está sonando otra vez.  Te va a besar, ¿no lo ves venir? ¡¡Levántate!!    Nada, me he convertido en estatua de sal y él va a lamerme entera.  “Todo da vueltas, Lorenzo.  Será el oru...”  ¡Qué dulces son sus besos!  “¿Recuerdas? Siempre dijiste que yo era tu fierecilla predilecta.  Lorenzo, esto es una locu...”
 
En lo que queda de noche mi boca quedará sellada por sus besos y mis risas al servicio de sus ironías.  ¡En fin!  Que rescaten a Laura del la fuego,  ¡y que salga el sol por Antequera!
 
martes, 25 de abril de 2006
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

Pidiendo un deseo a las velas


“Rosa d’avril, morena de la serra, de Catalunya estel...” ¡Por el Virolai que hoy Arturo será sorprendente, arrebatado, tierno, ingenioso y mágico!    Voy a arreglarme como corresponde al día, ¡mi día!
 
Doce y media, aún no ha llamado, debe de ser por culpa del trabajo; es incapaz de rechazar ningún proyecto.  Es lo que tiene ser freelance. Pues nada, Mon, te ahorras pagar la comida.   ¿Dónde podría ir?    A este traje chaqueta beige le corresponde un clásico... Sí, el 7 portes irá bien. ¡Una de paella para la homenajeada!
 
¡Ay! Seis menos cuarto, me ha felicitado medio mundo y Arturo sin dar señales de vida.   ¿Y ahora qué?  Creo que ya es buena hora para un gintónic de Bombay Saphire.  Obviamente en el Ideal.
 
En las películas cuando una mujer se sienta con una copa en la barra, en el extremo contrario, siempre hay un chico Martini haciendo gestos insinuantes.  Ella se hace la despistada hasta que... ¡Zas! ¡ Noche loca!   Aquí sólo hay ejecutivos de media tinta, medio pelo y barriga completa. ¡Triste vida, la de una abogada en paro!
 
Éste es el tercer combinado, son las nueve y María Callas sigue sin cantar en mi móvil. ¿Va a ser capaz de ni siquiera llamarme? ¡Ah, no!  No se va a escapar sin hablar conmigo, yo le arranco aunque sea un “felicidades”  a regañadientes.   “Le atiende el contestador automático del 661 89 ..."
 
Decididamente, incluso hoy Arturo ha sido despistado, olvidadizo, desatento, ensimismado y descortés. ¡Sólo es encantador cuando le viene en gana!  Nada, Mon , una sonrisa, al fin y al cabo ya lo sabías: sólo es un “cromo” más para tu colección de “desastres”.
 
 jueves, 27 de abril de 2006

Recuerdos en blanco y negro

¿Quién diría que ese vestido era rojo, de un rojo tan llamativo que hería la vista? Ahora es negro como la pez, negro como las aguas de un profundo pozo, tan negro cómo el zócalo que sí era negro. Mi vestidito era azul, el de mi madre verde pálido, ahí los dos son blancos, tanto que, los fuertes brazos morenos de mi madre que se muestran más blancos que la leche, hacen que casi parezca que íbamos desnudas.

 

Era una de esas largas tardes de verano, ya entonces me gustaba escuchar el chillido penetrante de las golondrinas. Me inundaban de gozo, no sé si porque dentro de mí, con sólo dos años, ya estaba naciendo el placer por la melancolía. No, no creo que fuera tan pronto. Más bien me deleitaba el aparente regocijo de esas pequeñas guadañas voladoras que asimilaba al mío propio.

 

Demasiada luz solar, se aplana el volumen y los grises son casi inexistentes. Apenas se esbozan en la puerta del vecino, de un ajado azul claro; en la cortina que cubría mi puerta, con su estampado provenzal, bodegones verde, rojo, amarillos, que se multiplicaban sobre un fondo siena; y en el bañador de mi hermano que parece compuesto por rayas grises y negras, cuando en realidad era azulgrana.

 

Aún faltaba mucho para que se asomasen mis amigas aladas, era la hora del juego, justo recién levantados de la siesta mecida por el zumbido de las moscas. Y ya se había acercado a nosotros la vecina de la casa de al lado. Una mujer algo retrasada que rondaría la treintena. Es curioso, entonces me parecía muy vieja, ahora la considero muy joven, el tiempo voraz varía la perspectiva de las edades.

 

Casi nadie repara en ella, ahí junto al zócalo, arropada por el escalón del umbral. Se la ve tan diminuta, es lo que tiene ese mundo paralizado, que todo aparece a escala. La proporción se mantiene mientras se altera el tamaño. Hemos aprendido a leer su sintaxis, son ya mucho más de cien años mirándolas, y ya no nos sorprende, hasta estoy convencida de que percibimos las dimensiones reales.

 

Mi hermano había salido con su bicicleta flamante, la que le habían traído los Reyes el último invierno. A mí, mi madre me había sacado la plancha vieja, la que ya había perdido hasta su cable porque mi padre debió de cortarlo para darle nuevo uso. Ahora detesto planchar, entonces me fascinaba aquel aparato que aún no podía levantar del suelo, con mis manitas lo empujaba con todas mis fuerzas, alisando la tierra de aquel callejón sin asfalto.

 

Poca profundidad de campo, no se usó el gran angular ni el zoom. Levemente desplazado del centro hacia la izquierda, el grupo. Cuatro en composición triangular, un triángulo apoyado sobre su vértice. En primer plano la bicicleta y mi hermano, detrás yo, en brazos de mi madre, y la vecina; apoyadas contra el muro y la ventana. El punto de fuga a la derecha, la bicicleta, parada, en dirección a la izquierda, levemente contrapicado, sensación de movimiento en lo inmóvil.

 

Todo eran voces afables, risas, ecos de algún grifo abierto detrás de alguna de las ventanas. Un mundo de sonidos amigos, el derrapar de mi hermano cuando frenaba frente la casa que cerraba la salida, el ras-ras de la tierra desplazada por la plancha en mis manos. De repente el caos. “Venga poneos todos juntos, ahí delante de la ventana”. Alegría en la voz de mi padre, pánico en mis ojos al ver la cámara. En esa época siempre salía llorando, ahora siempre sonrío.

 

Tanta vida en tan poco espacio, en tan poco tiempo. Y ahora ahí quieta, eternizada en el blanco y negro de una vieja fotografía. Muerta. Pronto hará veinticinco años que todos habremos muerto.

Entre pinturas y drogas

 

  Sólo quería consultarle sobre el color, pero su reacción fue tan sorprendente que no pude por más que quedar intrigada.   Profundamente intrigada.

— Disculpe, ¿puedo hacerle una pregunta?
— Yo no estoy aquí para contestar preguntas, ¿qué le parecería si yo le preguntase si quiere ser mi compañera para toda la vida?
— Ciertamente sería una sorpresa, pero yo, en  realidad, sólo...
— Oiga, que yo le pondría un yate con piscina y discoteca de lujo
— Si que tiene dinero, pues.  Aunque verá yo lo que quisiera saber es cuántos...
— Es que esta droguería es una tapadera, yo me dedico a asesinar a gente.
                  
   A esas alturas yo ya estaba más sugestionada por qué sería lo que pasaba por la mente de aquel extraño vendedor, que en saber cuántos kilos de pintura necesitaba para mi dormitorio.   Ya casi había olvidado que mi duda principal era si aquel verde turquesa pálido oscurecería mucho o no al aplicarlo en la pared.
 
— ¿Cuánto cuesta esa pintura que anuncia en el escaparate?
— Vaya, veo que no sabe leer; dieciséis con noventa y cinco los seis kilos. ¡No busque más es la más barata de la ciudad!   Hay que reconocer que aunque no entienda de pintura huele usted muy bien, ¿qué colonia usa?
— Pues... Hoy llevo Agua fresca de Adolfo Domínguez para hombre, pero habitualmente uso Cocó Chanel.
— No me diga más, ¿cuánto pagó por la Chanel?
— Creo que cuarenta y cinco euros el frasco pequeño, pero yo lo que quisiera saber además es...
— ¡No diga más! Yo se la puedo vender por cuarenta y dos, y si quiere la imitación también la tengo.
— No, no, prefiero la original; de todas formas, si me permite...
 
   Sin darme tiempo para reaccionar me obligó a seguirle, entre estanterías abigarradas y cajas, hasta el lado opuesto de la tienda, allí había botes y botes de colonia de todas las marcas.
 
—¿Lo ve? Cocó mademoiselle, ¡ah! No, que usted no quiere imitaciones.  Bueno, ¿ve? — me acerca la caja más grande de Agua fresca—.  Marca cuarenta y cinco, pero yo la vendo a treinta y siete.  Es que somos una cooperativa, ¿sabe? Yo a lo mejor sólo pido una caja, pero entre todos compramos mil, por eso mi droguería es la más barata de la ciudad.
 
   A aquellas alturas yo ya sólo pensaba en como zafarme de aquella situación y librarme de aquel ser lunático.  Me salvó la campanilla, literalmente, una nueva cliente acababa de entrar, por la cara malhumorada de la mujer, comprendí muy bien que ya sabía cómo las gastaba el dueño.  Aproveché la ocasión y salí, sin resolver mi pregunta inicial pero con mayor curiosidad de la que había entrado.  ¿Cuál podía ser la circunstancia que había llevado a aquel hombre a tal grado de extravagancia?   Cuando una cuestión así invade mi mente sólo tengo una solución, entrar en el bar más acogedor que encuentre e inventarme la historia que justifique lo visto.  Tenía prisa, así que me conformé con pedirle ayuda a mi amigo Omnisciente.
 

   Omnisciente es el narrador de historias más ágil que conozco.   Lo bueno es que su velocidad proviene de su parsimonioso proceder metódico.   Busca datos en mi mente y fabula.  El principio es el principio y lo primero es poner nombre al personaje.   Omnisciente, esa tarde, se coló por mis orejas hasta mi corteza cerebral y allí leyó: hombre de mediana edad, más cercano a los sesenta que a los cincuenta; ropa deslustrada de aspecto pueblerino, nada a la moda; anillo de casado, descuidado porque ha perdido su brillo.  Con esa información decidió: el nombre tenía que estar en desuso; el de su esposa también; la esposa habría sido tan desatendida como la alianza.   Y tomando carrerilla saltó a mi mano derecha empujándola a escribir.

 

   Hace más de siete mil días que Encarna y Rodrigo se casaron, ninguno de los dos recuerda si alguna vez fueron felices, la verdad es que hace miles y miles de días que la rutina es una invitada más a desayunar, a comer, a  cenar, hasta a dormir.    Encarna pasa el  día limpiando sobre limpio, con los productos que compra en la competencia, es su pequeñísima venganza por tantas horas de incomprensión, de silencio, por tantas palabras que pudiéndoselas decir, Rodrigo, jamás ha pronunciado, ni se sabe cuándo le dedicó el último halago

 
   Resumida la situación, Omnisciente ya empieza a imaginar acciones, costumbres, hábitos.   De mi lóbulo occipital obtuvo la idea de que “Rodrigo” madrugaba, quizás impelido por mi percepción del cansancio que se escondía bajo la inagotable e incoherente charla del droguero.
 
   Rodrigo se levanta temprano, tres horas antes de abrir su comercio al público.   No es que tenga que arreglar la tienda, en verdad su local más parece un almacén desaliñado que un comercio seductor.   Salta de la cama puntualmente a las siete porque ya no soporta por más tiempo el aliento agrio de Encarna ni su respiración de foca.  Para Rodrigo el Infierno no guarda secretos, lo vive cada día al acostarse con su esposa.
 

   Y descrito el hábito, Omnisciente da voz al personaje y lo pone en escena. Yo me dejo llevar por la imaginación de mi amigo, dejo la mano suelta y el me dicta.

 
“¿Dónde lo dejé ayer? ¿Entre las cajas de suavizante?  No, no, ya sé, lo puse debajo de los mataratas.”  Esa es la única ilusión de su día, calentar el polvillo blanco del mejor corte comprado a Khalim, Rodrigo es el único viejo comerciante del barrio que no se queja de la competencia desleal de los llegados de fuera.  Esos moros manejan la mejor droga de la ciudad.
 

   Ahí me rebelé.  ¿El droguero drogadicto? ¿No resultaba un juego de palabras demasiado facilón?   La paciencia de Omnisciente es casi infinita, haciéndome soltar el lápiz regresó a mi oído izquierdo.   El iba preguntando y yo respondiendo.   ¿La mirada? Sí, la mirada de aquel hombre era desviada y vidriosa.  ¿La forma de hablar?  Pues sí, excitada, entre desdeñosa y eufórica.  ¡¿Qué a quién me recordaba?! ¡Ummm! Valeeeeee, de acuerdo, esos síntomas me recordaban a los que había visto en mis salidas nocturnas en quienes, en argot de la noche, iban “puestos” hasta arriba.   Le dejé seguir, estaba claro que Omnisciente lo sabe todo.

 
Una vez alcanzada la temperatura ideal, sólo es necesario introducirlo en la jeringuilla, atarse la goma al brazo para que se dilate la vena, hacer subir su sangre roja con el émbolo y luego empujarlo hasta que la mezcla corre libre por su circulación sanguínea.    Todo será paz ahora, no es como en los primeros tiempos, desde luego.  Cuando empezó cada pico le llenaba de colores, de imágenes paradisíacas;  clientes y productos parecían personajes de historias fabulosas.  Ahora, si ha de ser sincero, hasta el pico carece de emoción, pero al menos está la paz.  Y la esperanza.
 
   La esperanza de que entre el olor a trementina, agua ras y jabón de Marsella ribeteado por pintura, que perfuma su vieja droguería tan abandonada como su propia persona, un día, que será siempre demasiado lejano, a su tediosa existencia la suceda la incógnita de la muerte.
 

   Algunos le critican al bueno de Omnisciente esta manía suya de cerrar las historias sin que el lector las pueda terminar a su modo.  Lo acusan de anticuado, yo que le conozco bien sé que viste con trajes cruzados y corbatas pasados de moda, pero le sientan bien y al menos a mí siempre logra conmoverme.  De modo que,  pagué mi consumición y decidí que, quedase como quedase ese verde en la pared, le compraría la pintura a “Rodrigo”.  Quizás después de todo Omnisciente fuese capaz de adivinar el futuro.

 
viernes, 21 de abril de 2006
 
 

¡Una cortesía, por caridad!

Buenas tardes.   No quisiera parecerle atrevido, señorita, pero me gustaría pedirle un favor.  Sí, sí, está en su mano y no es nada deshonesto, o mejor, nada deshonesto en el sentido que puede pensarlo.
 
Verá, yo sufro crisis de tristeza y podría aliviarme mucho usted  si se da la vuelta unos quince minutos.   ¡Qué no! ¡De verdad!  Usted no sufrirá ningún daño, físico al menos.   Puede estar segura.  Sólo le reclamo la amabilidad de permanecer de espaldas a los expositores de su librería ese breve espacio de tiempo.
 
Y es que este mes Hacienda me obliga a estrecharme el cinturón, no puedo pagarme ni un solo capricho.   Usted deja de vigilar su tienda y yo le robo cualquier menudencia que me levante el ánimo.  ¡Ah!  Y tranquila, procuraré que no suba más de quince euros.
 

 

Un, dos, tres, pica pared

Con cada uno de los rebotes de su pelota contra la pared evoco los que daban las mías contra el viejo muro.   Pero siete años son demasiados para la memoria de una niña.   Me ha olvidado.
 

En cambio yo no olvido el día en que acompañé a su madre a la primera ecografía.   Ni olvido los ojos de tigresa de mi amiga al decirme que le había escuchado el corazón.

 
“¿Me das un beso?”  Junta dos dedos y me lo manda a través del aire.  “Oye”; “Dime, Alba”.   “Recuerdo tu olor”.
 
domingo, 26 de marzo de 2006

Flores Rojas

 
A la mañana siguiente, aquel ramo gigantesco de espléndidas rosas rojas, tan precioso y tan caro, que él le había querido regalar la mañana anterior, seguía allí.   Pero sus pétalos temblaban lánguidos queriendo ya reposar en el suelo; en cambio, el sencillo tulipán también rojo que ella había preferido y que él le había concedido, aquél que el día antes apenas despuntaba como capullo, se había abierto generoso a la vida como las palabras hermosas.
 
jueves, 09 de marzo de 2006
 

Me quitas, me das, me quitas

Cinco de la tarde, la cama está revuelta.  La sábana bajera se ha soltado de la esquina superior izquierda, la de encima está apiñada por completo, en el centro.  La colcha cuelga indolente hacia la derecha.   Victoria duerme en posición fetal sobre ese revoltijo de ropa.

 

Abre un ojo primero y luego, lentamente, el otro.   A tientas busca el despertador sobre la cómoda.   Una falsificación que simula un mueble de los años veinte.   Una ficción, después de todo.   La botella de agua se ha volcado y el líquido gotea como lágrimas hacia el suelo.   Con sus torpes movimientos, Victoria hace caer sus pendientes, su cepillo y el bote de cebolletas en vinagre que acercó al dormitorio para paliar un poco el hambre.  El bote de cristal se hace añicos mientras el vinagre se derrama sobre alfombra que en los buenos días fue turquesa.   Si hubiese  cambiado la bombilla cuando se fundió, Victoria podría dar la luz, pero ahora, con la persiana rota desde hace meses, ha de seguir buscando totalmente a oscuras.  Finalmente da con su objetivo: el despertador dormía el sueño de los justos bajo su almohada. Está parado, aunque, por lo menos, la pequeña lámpara funciona y con su haz tenue, Victoria, puede vislumbrar lo suficiente como para ubicar sus zapatillas y calzárselas sin pisar la mezcla de agua, vinagre y cristales rotos.

 

“Dios, ¡agggggggg, todo duele, estos hombros no son míos y estos pies parecen de cartón de puro agarrotamiento!”.   El foco izquierdo del lavabo sí esparce su luz sobre el espejo, dejando sombras y claros en ese paso intermedio entre el dormitorio y el estudio, donde está el lavamanos.   Así Victoria puede contemplar su rostro, desmaquillado sólo a medias; ve sus párpados inferiores tiznados por la máscara de ojos, posiblemente por culpa de tanto frotárselos alguna noche.   No brillan, no, esos ojos.   Victoria cruza el dintel de la puerta corredera que cierra la pieza donde está el resto del baño, deja esa puerta abierta, al fin y al  cabo está sola.  “Mañana, lo juro, mañana me ducho, aunque, ¿qué más da?”.  Sentada en la taza no puede ver como los restos de agua que vierte la cisterna han trazado varias sendas oscuras sobre la porcelana; pero no se le escapa que el bidé gris almacena polvo y cabellos, a partes iguales. De modo que gira la cabeza y se emboba con el agua que sigue empozada en su bañera, con su meñique izquierdo intenta arrancar esas costras negras que ensucian la alfombrilla, con la suficiente fortuna como para destapar pequeños retazos de su anterior color verde.   “Está todo enmohecido, este baño parece un queso azul gigante. Hasta yo parezco una combinación de hongo y alga.  No sé si el despiste lo lleva mi parte hongo o mi parte alga, pero no logro recordar qué día es hoy”.

 
Seis son los días que lleva sin salir de casa, más aún, sin habitar más que esas tres piezas que se comunican: dormitorio, baño y estudio.   Sólo pequeñas escapadas a la cocina cuando el hambre acucia, siempre por la noche.    Lo único que no deja de emitir luz es la pantalla del ordenador ininterrumpidamente conectado a la red.   “Ya se le ha roto otra rueda a la silla. Tanto da, cuando se hayan roto las cinco dejara de girar y a lo mejor mi cabeza también deja de hacerlo”.   Los libros que se amontonan aquí y allá, esquivando latas de Coca Cola y de todo tipo de conservas, rezuman polvo. El teclado, otrora blanco, muestra manchas en casi todas las teclas: manchas multicolores, aunque las que más destacan son las de chocolate.  “Desconectado en yahoo, desconectado en hotmail, seguramente me tiene sin admisión.  Ningún correo, ningún mensaje en off, tal como si se lo hubiera tragado la red”.   Victoria selecciona crear mensaje nuevo, pero sus dedos se quedan quietos ante la pantalla en blanco; sacude las latas de Coca Cola hasta encontrar una medio llena, la apura a la vez que enciende su primer pitillo.   Minimiza el correo y en otra ventana del navegador abre distintos foros, busca por autor posibles mensajes  escritos con alguno de los cuatro o cinco nicknames que le conoce.  Su búsqueda da cero resultados.  “Puede tener más alias o simplemente escribir como invitado.  ¿Qué le pasa? ¿Por qué ha desaparecido? ¿Qué hice mal? ¿En qué le ofendí?”.    Maximiza el correo y escribe en asunto: Perdóname sea lo que sea lo que te haya hecho.    Baja el cursor a la ventana de texto, sólo consigue escribir: Cielo, yo...   Lo envía.  Una ventana le advierte: No se pudo encontrar el host “pop3” Error de stocket, Número de error 0k800CCC0D.   Entonces, por fin, rompe a llorar.    “Dónde, dónde dejó la lágrima blanca que me envió para enjugar mi dolor.   Dónde está.  Dónde podría buscarlo.   Ni siquiera sé en qué calle vive y ¡Madrid es tan grande! Además su foto era antigua, no puedo estar segura siquiera de reconocerlo”.
 
Tres años de relación virtual, ficticia al fin y al cabo, una ficción más.    Correos afables que han llegado sin regularidad, conversaciones de voz cuando él ha querido conectarse, pero ni una sola mirada, ni un solo apretón de manos, viviendo en la misma ciudad.    Victoria busca todas sus cajas de pastillas, parsimoniosamente  las vacía sobre la alfombrilla del ratón, busca su botella de Whisky eh allá donde la esconde y en uno cualquiera de los vasos sucios que también reposan sobre la mesa de cristal que también perdió su transparencia, vacía la mayor cantidad posible.  Da un sorbo y engulle una pastilla rosa, eso es Loramet. “Me diste tanto, cielo, no me importaba pasarme horas sentada ante esta pantalla, ella era mi amiga porque tú salías  de ella y me hacías reír.  Ahora te me has llevado entera”.   Otro sorbo, otra pastilla, esta vez blanca, eso es  Rivotril.   Enciende el segundo pitillo en menos de diez minutos y deja su mirada perderse siguiendo las volutas azules.  Sin saber porqué abre la carpeta Mis Documentos  y hace clic sobre su foto, la escruta mientras da las caladas cada vez  más seguidas y más profundas.  Con el botón izquierdo despliega una ventana de opciones y hace clic en eliminar.
 
 
Maximiza la ventana de los foros, el bloqueador de Pop-ups vuelve a fallar y un banner naranja chillón de una entidad financiera cubre la pantalla: DISFRUTA DE TU SEGUNDA JUVENTUD CON NUESTRO PLAN DE PENSIONES   “¿Juventud?  Sí, desde luego mi padre parece más joven que yo, él si sabe disfrutar de la vida... ¡Mi padre! Dios, Dios, ¡Dios!  Victoria, ¿y qué será mañana de tu padre al verte?”.  Lanza un profundo suspiro, tira al suelo el resto de pastillas y rompe con furia el vaso lleno de alcohol.  “Mañana, mañana me ducharé. ¡Lo juro!”.
 
Miércoles, 22 de marzo de 2006