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Érase una vez...

Entre pinturas y drogas

 

  Sólo quería consultarle sobre el color, pero su reacción fue tan sorprendente que no pude por más que quedar intrigada.   Profundamente intrigada.

— Disculpe, ¿puedo hacerle una pregunta?
— Yo no estoy aquí para contestar preguntas, ¿qué le parecería si yo le preguntase si quiere ser mi compañera para toda la vida?
— Ciertamente sería una sorpresa, pero yo, en  realidad, sólo...
— Oiga, que yo le pondría un yate con piscina y discoteca de lujo
— Si que tiene dinero, pues.  Aunque verá yo lo que quisiera saber es cuántos...
— Es que esta droguería es una tapadera, yo me dedico a asesinar a gente.
                  
   A esas alturas yo ya estaba más sugestionada por qué sería lo que pasaba por la mente de aquel extraño vendedor, que en saber cuántos kilos de pintura necesitaba para mi dormitorio.   Ya casi había olvidado que mi duda principal era si aquel verde turquesa pálido oscurecería mucho o no al aplicarlo en la pared.
 
— ¿Cuánto cuesta esa pintura que anuncia en el escaparate?
— Vaya, veo que no sabe leer; dieciséis con noventa y cinco los seis kilos. ¡No busque más es la más barata de la ciudad!   Hay que reconocer que aunque no entienda de pintura huele usted muy bien, ¿qué colonia usa?
— Pues... Hoy llevo Agua fresca de Adolfo Domínguez para hombre, pero habitualmente uso Cocó Chanel.
— No me diga más, ¿cuánto pagó por la Chanel?
— Creo que cuarenta y cinco euros el frasco pequeño, pero yo lo que quisiera saber además es...
— ¡No diga más! Yo se la puedo vender por cuarenta y dos, y si quiere la imitación también la tengo.
— No, no, prefiero la original; de todas formas, si me permite...
 
   Sin darme tiempo para reaccionar me obligó a seguirle, entre estanterías abigarradas y cajas, hasta el lado opuesto de la tienda, allí había botes y botes de colonia de todas las marcas.
 
—¿Lo ve? Cocó mademoiselle, ¡ah! No, que usted no quiere imitaciones.  Bueno, ¿ve? — me acerca la caja más grande de Agua fresca—.  Marca cuarenta y cinco, pero yo la vendo a treinta y siete.  Es que somos una cooperativa, ¿sabe? Yo a lo mejor sólo pido una caja, pero entre todos compramos mil, por eso mi droguería es la más barata de la ciudad.
 
   A aquellas alturas yo ya sólo pensaba en como zafarme de aquella situación y librarme de aquel ser lunático.  Me salvó la campanilla, literalmente, una nueva cliente acababa de entrar, por la cara malhumorada de la mujer, comprendí muy bien que ya sabía cómo las gastaba el dueño.  Aproveché la ocasión y salí, sin resolver mi pregunta inicial pero con mayor curiosidad de la que había entrado.  ¿Cuál podía ser la circunstancia que había llevado a aquel hombre a tal grado de extravagancia?   Cuando una cuestión así invade mi mente sólo tengo una solución, entrar en el bar más acogedor que encuentre e inventarme la historia que justifique lo visto.  Tenía prisa, así que me conformé con pedirle ayuda a mi amigo Omnisciente.
 

   Omnisciente es el narrador de historias más ágil que conozco.   Lo bueno es que su velocidad proviene de su parsimonioso proceder metódico.   Busca datos en mi mente y fabula.  El principio es el principio y lo primero es poner nombre al personaje.   Omnisciente, esa tarde, se coló por mis orejas hasta mi corteza cerebral y allí leyó: hombre de mediana edad, más cercano a los sesenta que a los cincuenta; ropa deslustrada de aspecto pueblerino, nada a la moda; anillo de casado, descuidado porque ha perdido su brillo.  Con esa información decidió: el nombre tenía que estar en desuso; el de su esposa también; la esposa habría sido tan desatendida como la alianza.   Y tomando carrerilla saltó a mi mano derecha empujándola a escribir.

 

   Hace más de siete mil días que Encarna y Rodrigo se casaron, ninguno de los dos recuerda si alguna vez fueron felices, la verdad es que hace miles y miles de días que la rutina es una invitada más a desayunar, a comer, a  cenar, hasta a dormir.    Encarna pasa el  día limpiando sobre limpio, con los productos que compra en la competencia, es su pequeñísima venganza por tantas horas de incomprensión, de silencio, por tantas palabras que pudiéndoselas decir, Rodrigo, jamás ha pronunciado, ni se sabe cuándo le dedicó el último halago

 
   Resumida la situación, Omnisciente ya empieza a imaginar acciones, costumbres, hábitos.   De mi lóbulo occipital obtuvo la idea de que “Rodrigo” madrugaba, quizás impelido por mi percepción del cansancio que se escondía bajo la inagotable e incoherente charla del droguero.
 
   Rodrigo se levanta temprano, tres horas antes de abrir su comercio al público.   No es que tenga que arreglar la tienda, en verdad su local más parece un almacén desaliñado que un comercio seductor.   Salta de la cama puntualmente a las siete porque ya no soporta por más tiempo el aliento agrio de Encarna ni su respiración de foca.  Para Rodrigo el Infierno no guarda secretos, lo vive cada día al acostarse con su esposa.
 

   Y descrito el hábito, Omnisciente da voz al personaje y lo pone en escena. Yo me dejo llevar por la imaginación de mi amigo, dejo la mano suelta y el me dicta.

 
“¿Dónde lo dejé ayer? ¿Entre las cajas de suavizante?  No, no, ya sé, lo puse debajo de los mataratas.”  Esa es la única ilusión de su día, calentar el polvillo blanco del mejor corte comprado a Khalim, Rodrigo es el único viejo comerciante del barrio que no se queja de la competencia desleal de los llegados de fuera.  Esos moros manejan la mejor droga de la ciudad.
 

   Ahí me rebelé.  ¿El droguero drogadicto? ¿No resultaba un juego de palabras demasiado facilón?   La paciencia de Omnisciente es casi infinita, haciéndome soltar el lápiz regresó a mi oído izquierdo.   El iba preguntando y yo respondiendo.   ¿La mirada? Sí, la mirada de aquel hombre era desviada y vidriosa.  ¿La forma de hablar?  Pues sí, excitada, entre desdeñosa y eufórica.  ¡¿Qué a quién me recordaba?! ¡Ummm! Valeeeeee, de acuerdo, esos síntomas me recordaban a los que había visto en mis salidas nocturnas en quienes, en argot de la noche, iban “puestos” hasta arriba.   Le dejé seguir, estaba claro que Omnisciente lo sabe todo.

 
Una vez alcanzada la temperatura ideal, sólo es necesario introducirlo en la jeringuilla, atarse la goma al brazo para que se dilate la vena, hacer subir su sangre roja con el émbolo y luego empujarlo hasta que la mezcla corre libre por su circulación sanguínea.    Todo será paz ahora, no es como en los primeros tiempos, desde luego.  Cuando empezó cada pico le llenaba de colores, de imágenes paradisíacas;  clientes y productos parecían personajes de historias fabulosas.  Ahora, si ha de ser sincero, hasta el pico carece de emoción, pero al menos está la paz.  Y la esperanza.
 
   La esperanza de que entre el olor a trementina, agua ras y jabón de Marsella ribeteado por pintura, que perfuma su vieja droguería tan abandonada como su propia persona, un día, que será siempre demasiado lejano, a su tediosa existencia la suceda la incógnita de la muerte.
 

   Algunos le critican al bueno de Omnisciente esta manía suya de cerrar las historias sin que el lector las pueda terminar a su modo.  Lo acusan de anticuado, yo que le conozco bien sé que viste con trajes cruzados y corbatas pasados de moda, pero le sientan bien y al menos a mí siempre logra conmoverme.  De modo que,  pagué mi consumición y decidí que, quedase como quedase ese verde en la pared, le compraría la pintura a “Rodrigo”.  Quizás después de todo Omnisciente fuese capaz de adivinar el futuro.

 
viernes, 21 de abril de 2006
 
 

3 comentarios

Chakamandapienze -

waaaaaaaaaaaaah eso es una locura!! xD

mon -

Es la necesidad de re-crear, de moldear aquello que nos atrapa del mundo en un momento cualquiera y hacerlo nuestro convirtiéndolo en historia.

Muchas gracias, Manuel

Besos

Anónimo -

ole,,a veces cuando se crea algo, se descansa es una necesidad, crear creas divinimanete , son buenos tus textos ,esilazo tienes,,,,muases, Manuel.