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Érase una vez...

Las mimosas

Es en los atardeceres de otoño cuando más le gusta recordar las mañanas de primavera.   Bajo la marquesina de la parada del autobús, Sonia deja que su mirada se pierda en el firmamento donde las nubes se remontan caprichosas hacia lo alto.  Enrojecidas por los últimos rayos de sol, con vetas naranjas, convierten el cielo de la ciudad en un mosaico polícromo, piensa Sonia, y la palabra polícromo le pinta una sonrisa en los labios al recordar las diademas y pasadores que recogían sus cabellos en aquellas primaveras ya lejanas.      

Aunque no las viera, cuando al salir de casa por la mañana el cielo ya se teñía de añil, Sonia sabía que las mimosas ya estaban en flor.   Apretaba el paso hasta casi correr y su vitalidad era casi un insulto para los otros que se dirigían al trabajo aún adormilados.   Incluso en el metro, tan lejos de la superficie, Sonia las sentía, esos botones aterciopelados que ella se negaba a llamar amarillos, porque odiaba ese color y adoraba esas flores.  Las sentía en su sangre que se apelotonaba bulliciosa bajo su piel.      

Ha descubierto un reflejo en una ventana que desvía un rayo hacia la casa de enfrente; cielo, ventana y pared forman casi un triángulo y recuerda Sonia las ilustraciones de los catecismos que dibujaban así al Dios Trino.  El ojo que todo lo ve, se dice a sí misma mientras observa a dos adolescentes vestidas con su uniforme escolar que ríen y bromean en medio de la seriedad de los otros pasajeros que esperan su autobús.  Le llegan entrecortadas algunas de sus frases y, con ellas como piezas, Sonia les crea a las muchachas una vida.  Sigue hallando la literatura en el mundo.      

Su oficina estaba en un cuarto piso sin ascensor, Sonia subía las escaleras al galope.  Le gustaba sentir entrecortarse su aliento y notar el repiqueteo de sus latidos golpeando sus sienes.  Al llegar arriba aspiraba con fuerza hasta llenar sus pulmones y, a la vez, extendía sus brazos como si pudiera apresar entre ellos todo el aire.  Dentro estaría ya Ricardo, su jefe y único compañero de trabajo, con sus pecas de pelirrojo atestándole los pómulos y la nariz; las mismas pecas que impedían que lo tomara en serio cuando la reprendía por no dejar de hablar.             

No quedan amarillos ni ocres ni naranjas, sólo rojos granas silueteando las nubes que se han vuelto violáceas. Los coches han encendido ya las cortas y el tráfico es más denso.  Los viajeros se impacientan, siempre es así en las horas punta, a Sonia le gustan, en cambio; hace ya mucho que para ella no hay prisas y ver a los demás seguir en ese loco afanarse le provoca una dulce ternura comprensiva.  Cuando sus vestidos escogían sus colores entre los que ahora están en el cielo, era distinto.  En su primavera siempre tenía la impresión de que no podía entretenerse porque en algún punto allá delante había un mundo sorprendente por descubrir.      

Nunca llegó a explicarse Ricardo qué le movió a comprar aquel ramo.   Cuando Sonia entró en el despacho, jadeante como todas las mañanas, lo primero que vieron sus ojos fue unas mimosas primerizas puestas en un jarrón sobre su mesa de trabajo.  Se desprendió atolondrada del bolso y la chaqueta, a punto estuvo de volcar el carro de su máquina de escribir eléctrica, para poder hundir su nariz entre los botones flores.  Ricardo con un gesto burlón le preguntó si ya había vencido su fobia contra el color amarillo; Sonia se giró despacito sobre sus puntillas y sacándole la lengua le dijo que esas flores eran color mimosa que no es lo mismo que amarillo, después se dejó caer sobre sus talones para besar a Ricardo en la frente y, dando un par de saltitos, regresó a su mesa.  Hubieron más carreras matutinas, más ramos de mimosas y el incesante parloteo de Sonia se hizo día a día más vehemente, aquella primavera.   Sonia se sentía encaramada en la cresta de una ola que la embriagaba de emociones y le servía de atalaya, desde allí no había detalle que no reclamase su atención: una anciana rebuscando en los contenedores de basura de un mercado de abastos; un emparrado de lilas descostronando un balcón; una paloma muerta frente al escaparate de una tienda de novias.  Sonia se vivía como si se estuviese escribiendo a sí misma, por eso esperaba con ansia en un intenso duermevela la hora de contárselo todo a Ricardo, sólo él podía ser su lector particular que le diera sentido a su escrito.   Confundes literatura y vida, le dijo Ricardo una mañana con sus pecas de pelirrojo mas encendidas que nunca.   Y se acabaron las mimosas. 

      El cielo de este crepúsculo otoñal tiene ya el mismo añil que pinta los amaneceres en primavera.  Sonia sube al autobús que, por fin, ha llegado a la parada, no hay asientos, pero ella sigue sonriendo.  Y es que su incesante parloteo embriagado de otros tiempos vive en el recuerdo de su sereno silencio de ahora.  La tarde se deja llevar en paz hacia su muerte.

                

4 comentarios

Supra Skytop -

Choose your love and love your choice. This is the truth. Do you think so?

Hank -

Como quieras.

Mon -

Hola, amable desconocido. Gracias por el tiempo que le has dedicado, no hace falta que me envies la copia con colores, queda bien claro así. Con todo si me buscas en cafedeartistas, gustosamente te remitiré mi mail via MP.

Tal vez no te parezca oportuna la primera frase, pero para mí tiene sentido ubicarla ahí, te explico, trato de jugar con primavera y otoño para situar los dos tiempos de la narración. El presente, madurez, y el pasado, juventud (manido, ya lo sé). Si hago la sustitución que me propones, en mi modesto entender, toma demasiado protagonismo el tiempo real de la acción, quiero que se entremezclen más. Respecto a los tiempos verbales, el paso de presente a pasado y viceversa van siempre separados por puntos y a parte, al pegar de Word aquí se perdió y no había reparado en ello, te lo agradezco mucho (la verdad es que tengo muy abandonada esta bitacora). Me destacas un sigue y me preguntas desde cuando, el cuando empezó a hacerlo viene en el siguiente párrafo, recuerda que el presente desde el que habla el narrador es en verdad el futuro de lo narrado; al no haberse respetado los puntos y a parte lleva a engaño. El personaje protagonista tiene poca entidad, esta tejido a partir de la proyección de mí misma, y yo sí pienso cosas tales como: el cielo parece un mosaico polícromo. No veo clara la sustitución de hubieron por hubo, a buen seguro es pertinente, pero me chirría el singular, no sé por qué, no le ubico el sujeto a mi propia oración (me lo he de hacer mirar).

Le falta un buen pulido, coincido contigo, aunque no sé si el relato reviste suficiente interés como para que lo retome. Me explico, todo relato es un ensayo, al menos en el momento en que me hallo, tomo como excusa cualquier disparador temático y trato de resolverlo mediante algún recurso técnico; en estos momentos me trae loca el punto de vista, donde instalar al narrador, por ejemplo. Son algo así como pruebas zapateras (prueba zapatera, si me sale me la quedo, lo decíamos las niñas cuando jugábamos a gomas), algunos los llego a considerar esbozos, aunque los aparco hasta que haya cogido más tablas para sacar de ellos lo que me parece contienen. Éste yo lo calificaría como relato facilón, efectista para quien no tenga un gran haber de lecturas (no es tu caso, ni el mío), el tonito melancólico me sale sin esfuerzo y a las mentes simples les arroba; es un relato pensado para un auditorio muy concreto, un auditorio que iba a confundir ensimismamiento con poesía.

De él me quedo con el juego de los tiempos, falta trabajarle el paso de la evocación de las primaveras de su juventud al recuerdo de una muy concreta. Me pierdo en ese paso y hago perder al lector. En suma, la estructura no la encuentro mala del todo y, por tanto, aprovechable para algún relato cuya trama y acción estén mejor trabadas.

Te reitero mi agradecimiento.

Anónimo -

(Tengo el comentario en un documento, con colores y resaltados. Si lo quieres dime cómo hacértelo llegar.)

Es en los atardeceres de otoño cuando más le gusta recordar las mañanas de primavera. (La primera frase no es muy acertada para un comienzo, yo empezaría con la siguiente e intercalaría la anterior después) Bajo la marquesina de la parada del autobús, Sonia deja que su mirada se pierda en el firmamento donde las nubes se remontan caprichosas hacia lo alto. Es en los atardeceres de otoño cuando más le gusta recordar las mañanas de primavera. Enrojecidas por los últimos rayos de sol, con vetas naranjas, convierten el cielo de la ciudad en un mosaico polícromo, piensa Sonia (no creo que pensara justo esas palabras, nadie piensa en esos términos, simplemente lo quitaría), y la palabra polícromo le pinta una sonrisa en los labios (lugar común) al recordar las diademas y pasadores que recogían sus cabellos en aquellas primaveras ya lejanas. Aunque no las viera, cuando al salir de casa por la mañana el cielo ya se teñía de añil, Sonia sabía que las mimosas ya estaban en flor. Apretaba el paso hasta casi correr y su vitalidad era casi un insulto para los otros que se dirigían al trabajo aún adormilados. Incluso en el metro, tan lejos de la superficie, Sonia las sentía, esos botones aterciopelados que ella se negaba a llamar amarillos, porque odiaba ese color y adoraba esas flores. Las sentía en su sangre que se apelotonaba bulliciosa bajo su piel. Ha descubierto (Me sobresalta el cambio de tiempo inesperado del pasado al presente. Vendría bien un punto y aparte) un reflejo en una ventana que desvía un rayo hacia la casa de enfrente; Un rayo de sol se quiebra contra una ventana, el reflejo se estrella en la pared de enfrente; cielo, ventana y pared forman casi un triángulo y recuerda Sonia las ilustraciones de los catecismos que dibujaban así al Dios Trino. El ojo que todo lo ve, se dice a sí misma mientras observa a dos adolescentes vestidas con su uniforme escolar que ríen y bromean en medio de la seriedad de los otros pasajeros que esperan su autobús. Le llegan entrecortadas algunas de sus frases y, con ellas como piezas, Sonia les crea a las muchachas una vida. Sigue (¿Sigue?, ¿desde cuándo?) hallando la literatura en el mundo. Su oficina estaba (otro salto inesperado, los puntos y aparte van bien para esto) en un cuarto piso sin ascensor, Sonia subía las escaleras al galope (lugar común). Le gustaba sentir entrecortarse su aliento y notar el repiqueteo de sus latidos golpeando sus sienes. Al llegar arriba aspiraba con fuerza hasta llenar sus pulmones y, a la vez, extendía sus brazos como si pudiera apresar entre ellos todo el aire. Dentro estaría ya Ricardo, su jefe y único compañero de trabajo, con sus pecas de pelirrojo atestándole los pómulos y la nariz; las mismas pecas que impedían que lo tomara en serio cuando la reprendía por no dejar de hablar. No (ídem que en los saltos anteriores) quedan amarillos ni ocres ni naranjas, sólo rojos granas silueteando las nubes que se han vuelto violáceas. Los coches han encendido ya las cortas y el tráfico es más denso. Los viajeros se impacientan, siempre es así en las horas punta, a Sonia le gustan, en cambio; hace ya mucho que para ella no hay prisas y ver a los demás seguir en ese loco afanarse le provoca una dulce ternura comprensiva. Cuando sus vestidos escogían sus colores entre los que ahora están en el cielo, era distinto. En su primavera siempre tenía la impresión de que no podía entretenerse porque en algún punto allá delante había un mundo sorprendente por descubrir. Nunca llegó a explicarse Ricardo (lo de los saltos) qué le movió a comprar aquel ramo. Cuando Sonia entró en el despacho, jadeante como todas las mañanas, lo primero que vieron sus ojos fue unas mimosas primerizas puestas en un jarrón sobre su mesa de trabajo. Se desprendió atolondrada del bolso y la chaqueta, a punto estuvo de volcar el carro de su máquina de escribir eléctrica, para poder hundir su nariz entre los botones flores. Ricardo con un gesto burlón le preguntó si ya había vencido su fobia contra el (al) color amarillo; Sonia se giró despacito sobre sus puntillas y sacándole la lengua le dijo que esas flores eran color mimosa que no es lo mismo que amarillo, después se dejó caer sobre sus talones para besar a Ricardo en la frente y, dando un par de saltitos, regresó a su mesa. Hubieron Hubo más carreras matutinas, más ramos de mimosas y el incesante parloteo de Sonia se hizo día a día más vehemente, aquella primavera. Sonia se sentía encaramada en la cresta de una ola (lugar común) que la embriagaba de emociones y le servía de atalaya, desde allí no había detalle que no reclamase su atención: una anciana rebuscando en los contenedores de basura de un mercado de abastos; un emparrado de lilas descostronando ¿? un balcón; una paloma muerta frente al escaparate de una tienda de novias. Sonia se vivía como si se estuviese escribiendo a sí misma, por eso esperaba con ansia en un intenso duermevela la hora de contárselo todo a Ricardo, sólo él podía ser su lector particular que le diera sentido a su escrito. Confundes literatura y vida, le dijo Ricardo una mañana con sus pecas de pelirrojo mas encendidas que nunca. Y se acabaron las mimosas.
El cielo de este crepúsculo otoñal tiene ya el mismo añil que pinta los amaneceres en primavera. Sonia sube al autobús que, por fin, ha llegado a la parada, (punto y seguido) no hay asientos, pero ella sigue sonriendo. Y es que su incesante parloteo embriagado de otros tiempos vive en el recuerdo de su sereno silencio de ahora. La tarde se deja llevar en paz hacia su muerte.

Demasiadas repeticiones (sobre todo del posesivo) y con muchas imágenes comunes, aunque hay otras muy acertadas y evocadoras. Le falta fluidez al texto; no es necesario describir exhaustivamente cada mínimo movimiento o detalle: el lector los imagina sin darse cuenta. Como tú lo haces la lectura se traba, se ralentiza y cansa un poco. Es interesante tu sensibilidad pero te falta pulido y ensimismarte menos en la escritura.
Saludos.