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Érase una vez...

La verbena de Paloma

¡Jodidos críos!  Podrían meterse los petardos en … Paloma no va a decir dónde, aunque lo tiene muy claro.  El último chupinazo ha vuelto a poner en desbandada a sus pequeñas amigas.  Mal día tenemos hoy, ¡mal día!   Impertérrita, continúa su función con esa minuciosidad que nace del hábito.  Sólo saben divertirse haciendo daño.  De la colección de bolsas que ha desplegado, como si fuese una feria, sobre la acera, en el banco, junto a la marquesina de la parada, Paloma va extrayendo un surtido de rebanadas y panecillos.  Cada cual va a la suya, si pueden pisar a los demás, mejor, como locos, a gastar más que el vecino, que no se diga, y total para quemar, podrían darle educación a sus hijos en vez de tanto capricho. “Venga, venga. ¡QUE AÚN PODÉIS HACER MÁS RUIDO!”   Los pensamientos de Paloma se encienden disparados, igual que la traca que ha resonado en toda la avenida.
 
      ¿Qué es lo que ha llamado tu atención?   No lo sabes, tan sólo has detenido tus pasos.  De todas formas, como de costumbre, no ibas a ninguna parte.
 
      Con parsimonia, Paloma va pisando el pan que ya está en el suelo.   Lo aplasta una y otra vez, pero, antes de que quede desmigado, ya está sacando nuevos mendrugos . “¡Es fiesta, es fiesta! No sé dónde le ven la gracia.  Mire, mire, como se asustan las pobres … ¿Qué? … No, no, esto no cansa”. Los mira recelosa con su único ojo, ella no les da conversación, les tolera porque sabe que esperan el autobús.   Otro que se hace el simpático, pero a mí no volverán a engañarme, ya me he llevado bastantes chascos por confiar en la gente.  Ha empezado otra fase del ritual, de dentro de sus fardos van saliendo cuencos improvisados: latas oxidadas, botellas de plástico cortadas por la mitad, hasta alguna cazuela que hace años se quedó sin asas.   Paloma no pierde el compás.   Los va llenando, de uno en uno, con el agua de unas garrafas que también han tenido que brotar del interior de sus bolsas.  Se diría que no tienen fondo.   Aunque están mugrientas, deben de ser mágicas como el sombrero de un prestidigitador.
 
Sigues mirándola.  La luz del día más largo del año empieza a esbozar su ocaso, pero a ti sólo te interesan los vaivenes de la vieja.
 
   Ha arreciado la tormenta de truenos pirotécnicos, desde algún balcón llueven los destellos de las primeras bengalas.  Paloma alza la vista con rabia, hasta su cuenca vacía parece echar chispas.   Espero que alguno se deje los dedos esta noche.  Su expresión se dulcifica cuando descubre, entre las hojas, a la alicaída.   Se agacha.  Escoge las mejores migas.  Las contempla un instante en la palma de su mano.  Y cierra con fuerza su puño, cogiendo impulso para lanzárselas hasta su rama.  Pobre, ¡es tan vieja!  Las otras no la dejan comer.  Pero no, no es eso: la culpa la tienen estos desalmados con toda esta bullanga de triquitraques.  Paloma sigue mirando al cielo con los brazos en jarras, con su gesto altanero quiere desafiar a  los hombres y proteger a las frágiles criaturas alígeras, en las que ha depositado su afecto.  Sólo me tenéis a mí.   ¡En este mundo ya no quedan sentimientos!  Vuelve a la labor todavía con más esmero: el agua, el pan y las vezas, ese bocado selecto que ha reservado para el final.   Pero la pólvora se ha enseñoreado del aire, ha impregnado sus plumas y ha cerrado su apetito.  Mal día para nosotras, mal día.
 
     Sigues registrando cada uno de sus movimientos, la miras para grabarla detrás de tus retinas.  Pero ahora tú también eres observada.
 
     El primer cohete ha pintado estrellas malvas sobre el añil del cielo, la noche se abre para recibir el estallido del fuego.   Paloma se rinde.   ¡Ya no hay nada que hacer!   Baten sus alas para buscar refugio en los árboles, se retiran despidiéndose entre arrullos.  Mira, casi no han tocado nada.  “Ni dormir les van a dejar los muy brutos … Pues claro que me enfado … Ya ve, no hay consideración alguna”.  Vacía primero el agua, después va recogiendo todo el recital de rebanadas y bollitos.  Pero sus manos se resisten a tirar la toalla, de vez en cuando vuelve a dejar caer alguno de los corruscos que, amorosamente, deshace con sus pies.   Por lo menos tendréis pitanza cuando los salvajes estén durmiendo la mona y os dejen en paz.  Alza su ojo escrutando las sombras, quiere volver a ver a la alicaída.   Te pareces tanto a la pobre Colombina, también ella tenía esas plumitas azuladas en el collarín.  Reagrupa los fardos, todos juntos abultan más que su encorvada figura.   Algún gamberro le lió un alambre en la pata y la dejó atada a una farola.  ¡Así se retuerza de dolor el muy desgraciado!   Paloma abre el contenedor buscando algún cartón, lo salvará de la quema y se guarecerá con él del resplandor de las hogueras, de los pitos, de la algarabía de una fiesta que no entiende.  Antes del accidente tenía el plumaje más brillante que he visto nunca, después fue perdiendo lustre y, aunque yo la mimaba más que a ninguna, la fiebre le fue secando la vida.   Una lágrima convierte su evocación en rocío sobre su mejilla.   No quiere acordarse de que su amada Colombina le pagó su acción salvadora dejándola tuerta.   Con su carga de bolsas, recuerdos y olvidos, Paloma se pierde calle abajo.
 
      Te ha dado conversación cuando ha descubierto qué observabas.  Ha sido muy correcto, verdaderamente cortés.   Al final te ha propuesto que marcharais juntos.  Pero tú has declinado su invitación y te has perdido por el extremo opuesto que la vieja.
 
     Pude haber aceptado.  Pero eso habría sido inventarme mi vida.  Y yo preferí fabular la de Paloma.
  

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