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Érase una vez...

Herencias

 Las tardes en que íbamos a ca la padra, había ciertos rituales que yo repetía siempre.  Llegadas las seis, mi estómago, de normal inapetente, como un reloj, me movía a pronunciar: “Mama, tinc ganeta”.  Mi madre se retenía de dirigirme su mirada asesina, porque mi tía se adelantaba con la lata e sardinas El Porrón y  la barra de pan.  Aunque la marca fuera la misma, en casa de mis parientes, el aroma naranja del escabeche le olía mejor a mi paladar. 

Cuando mi apetito impertinente ya se había saciado, llegaba mi prima resollando  por la subida de esos tres pisos sin ascensor que más bien parecían cinco.  Era el momento travieso de la competición de altura; ni elevando la barbilla alcanzaba yo, entonces, su cuello impregnado con el perfume de Azur de Puig.  Ahora es ella la que no alcanza a oler mi cuello que exhala esencias de Chanel  ni elevando su barbilla; mi prima, aunque pronto va a caminar con el seis en las decenas, nunca dejará de ser la pequeña “Cupi”. 

La habitación de “la Cupi” era mi refugio preferido.  Habitación de chica mayor con sus colonias y sus abalorios en la mesilla.  La casa era pequeña, tanto, que no existía la posibilidad de entrar en su dormitorio a hurtadillas; pero aunque hubiese podido, me habrían pillado in fraganti , yo salía siempre atufando a Vick Vaporups : ese efluvio de alcanfor, eucalipto y mentol con el que me embadurnaba pecho y nariz.  Mi afán de coleccionista de olores era motivo de risas.  Fueron entrañables aquellas tardes. 

Qui és parent del gat, se li retira de lo qua o del cap.   Mi deleite por todo lo perfumado es la herencia que recibí de mi tío; él ya no puede oler a rosas.   Es por eso que yo sigo recolectando todas las impresiones  aromáticas que percibo, para llevárselas, entre flores fragantes, cada primero de noviembre. 

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