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Érase una vez...

Niçoise my Way

 

El sofrito debe hacerse con mucho amor.  De él depende la sazón del guiso.   No puede usarse un fuego demasiado fuerte o se ennegrecerá la cebolla dándole al plato un desagradable sabor quemado de fondo.   Requiere paciencia, pero tampoco debe ponerse el fuego al mínimo o pocharíamos la cebolla sin dejarla dorada.  No, la lumbre ha de tener una alegría moderada para que el platillo tenga ese toque capaz de complacer y emocionar a los paladares más exquisitos.

No fue el desconocimiento de Marieta el que provocó las quejas de los clientes.  Era la mejor cocinera, pero no pudo evitar romper aguas  en el momento más crítico para el sofrito.  Tal vez fue por eso que Josué, su primer hijo, creció demasiado rápido y desde niño tuvo ese aspecto despistado de los hombres muy altos y demasiado delgados.

Don Raúl, amante de los buenos guisos de caza, vio alterada su dieta el día que le diagnosticaron gota.   Esa enfermedad de reyes le apartó de sus manjares y le recluyó en las verduras y ensaladas.   Indeciso frente a un plato de ensalada niçoise le conoció Josué.

Josué se crió entre fogones, el restaurante exigía mucha dedicación y Marieta tuvo que amamantarle entre el adobo de las viandas, el horneado de los pescados a la sal y la esmerada vigilancia de los rustidos.   De no ser tan nervioso y tan práctico, Josué podría haber sido un chef prodigioso.   Hubo de conformarse con seguir los pasos de su madre desde el otro lado de la cocina.  Cuando tuvo edad suficiente se colocó de camarero.

Aquella ensalada francesa, reina entre los entrantes fríos, no lograba consolar a Don Raúl.  Paralizado frente a la lechuga, el atún, el tomate, las anchoas  y las olivas negras, dispuestos como un mosaico colorido y apetitoso, Don Raúl deliraba soñando con una buena perdiz en escabeche toledano.    Josué, ayudado por su perfil zanquilargo, servía las mesas a una velocidad de record: no había copa de vino que no fuera rellenada en el momento justo; ningún segundo entraba con ese retardo que impacienta a los fumadores obligándoles a romper la etiqueta encendiendo un pitillo entre plato y plato, lo único humeante en el salón comedor eran los platos de sopa que Josué  casi hacía volar desde la olla a las mesas; los cafés prácticamente se encabalgaban con los postres haciendo las delicias de los oficinistas que, de ese modo, podían gozar de una sobremesa más que aceptable pese a lo exiguo de su tiempo para almorzar.   En plena carrera para poder llevar la cuenta a cinco mesas, descorchar las segundas botellas de los dos grupos de empresa y tomar la nota de las tres parejas que festejaban su afecto al mediodía en vez de hacerlo con una cena iluminada por velas, Josué reparó en el atoramiento de Don Raúl. 

Josué dio una rápida ojeada su mesa, todo parecía en perfecto orden.  No faltaba servilleta ni cubiertos. El agua mineral estaba abierta y fría.  En el plato de ensalada no se detectaba la presencia de cuerpo extraño alguno. Y tampoco faltaban las vinajeras para aliñarla.  Josué reflexionó sólo unos segundos, se había de actuar rápido, de pronto lo vio claro: se trataba precisamente del aliño. Pensó que aquel cliente, ante la esmerada presentación de los ingredientes, vacilaba sobre la forma de lograr que sal, aceite y vinagre dieran la sazón a las verduras y que, a la vez, quedaran perfectamente repartidos el atún y las anchoas.  Sí, sólo podía ser eso, así que dispuesto a sacarle de su dubitación, se acercó al borde de su mesa en dos zancadas y, antes de que Don Raúl tuviera tiempo de reaccionar, las manos de Josué trincharon despiadadamente lechuga, tomate, cebolla, atún y anchoas, los sazonó como es debido y lo mezcló todo con diligencia; la otrora bella ensalada quedó convertida en un amasijo similar al que se vierte en las comedoras de las granjas.   Aquel acto impulsivo de Josué cogió por sorpresa a todos los comensales, incluido Don Raúl, y se hizo un silencio general que casi podía cortarse.

De nada sirvieron los ruegos de Marieta pidiendo benevolencia para su hijo.  El repentino silencio del comedor había atraído al chef y dueño del restaurante al salón.   Contemplar su obra de arte culinario convertida en pienso para animales le hizo montar en cólera y, sin pensarlo dos veces, despidió a Josué antes incluso de que Don Raúl hubiese tenido tiempo de probar su plato.

Aquel episodio dio mucho que pensar a Don Raúl, no sólo por el sabroso resultado de aquel sin par aliño, sino también por la rapidez de reacción de Josué.  Hombre de empresa, Don Raúl consideraba un preciado valor la agilidad en la toma de decisión, de ella dependía el éxito de un negocio.   La máxima rentabilización del tiempo era la consigna que trataba de imponer a sus empleados sin lograr demasiados resultados.  Por ejemplo, todos sin omisión se retrasaban en su reincorporación tras la pausa de la comida excusándose en las inevitables esperas en el restaurante.  En este punto de sus reflexiones, su mente se concentró en Josué y bendijo a la suerte que lo había puesto en su camino.

Marieta vio elogiada su pericia como cocinera en las mejores publicaciones gastronómicas.  El tándem que formó con su hijo abrió debate y cero escuela.   Esa mezcla de meticulosa elaboración en los fogones, con un completo y minucioso desmenuzado de viandas y ensaladas en las mesas, revolucionó el arte culinario, tan ávido de innovación desde finales del XX. Aquella sincronía entre diligencia en el servicio y buen hacer en la cocina hizo las delicias de los empresarios que vieron rentabilizarse sus negocios gracias al menor tiempo perdido por los trabajadores en la pausa del mediodía, pero también dio a los empleados el gozo de saborear con el máximo  placer sus almuerzos.  Toda la economía del país se fortaleció con aquella dieta.  Don Raúl, como promotor de la idea, saltó del menú diario de la empresa a la carta de sugerencias escogidas del banquete político de la nación.   Josué feliz de haber visto llegar a buen término el sofrito que da sazón a sus días, sabedor de que una simple ensalada puede conjurar el destino, contempla como otros trenzan sueños en los manteles y les desea  el mejor provecho mientras aliña sus vidas en el comedor de su Niçoise my way.  

martes, 20 de febrero de 2007

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