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Érase una vez...

Se veía un ancho mural con doradas letras

Fue en la escuela donde conocí el corcho pan, ese material blanco que parecía arroz hinchado y aglutinado.  Sí, lo conocí en la escuela, pero fue en la calle donde aprendí que si rascabas un pedacito de aquella masa blanca por la pared, se desmigaba en una lluvia de bolitas blancas que dejaba las aceras como si hubiese nevado.  No tardaba en surgir la voz de un adulto que nos chafaba el juego amenazándonos con avisar a nuestras madres de lo malas que éramos por ensuciar así el barrio.  Echábamos a correr con nuestro pedacito de corcho pan, apretándolo con mas fuerza contra la pared, sabiéndonos traviesas y riéndonos de la voz que cada vez gritaba más alto y cada vez quedaba más lejos.

 También en la escuela el corcho pan se usaba contra la pared, pero allí no lo rascaban, allí lo pegaban.   Era la base sobre la que hacíamos los murales para lo que entonces, en la década de los setenta, se llamaba área de sociales.  Por grupos y según el tema, traíamos recortes de periódico, fotos de revista, alguna lámina dibujada por la más artista, y lo pinchábamos todo con chinchetas debajo de una frase sugerente en letras de papel satinado de colores que recortábamos con aquellas tijeras de punta roma.   El mural más bonito sacaba la mejor nota y se exponía en el pasillo para que todas las escolares lo vieran.  Ni que decir tiene que siempre ganaba el grupo de las niñas pelotas y marisabidillas, las mismas que sacaba al encerado la monja cuando tenía que ausentarse del aula; y ellas se subían a la tarima, ufanas como reinas de la tiza, para apuntar nuestros nombres en la pizarra cuando nos veían hablar, añadiendo cruces cada vez que nos volvían a pillar.  Si os lo preguntáis, ya os lo respondo, mi nombre nunca faltaba en la lista y nunca era el que menos cruces tenía. Las mismas monjas hacían murales, más grandes que los nuestros, con fotos más grandes y con letras también más grandes.  Los colgaban en el amplio vestíbulo de la entrada, al pie de la escalera que conducía a las clases, siempre con lemas para hacernos más obedientes y más buenas cristianas.   Yo los he olvidado todos.  Todos menos uno.   Un grabado enorme del Cristo rodeado de niños ocupaba el lado izquierdo, bien pegado al borde superior.  En la esquina derecha, sobre el borde inferior, una madona con los brazos abiertos como si quisiera arroparnos a todas.  Y entre ambas imágenes, con enormes letras de papel de purpurina dorada se leía: “La Verdad os hará Libres”. 

Corría el año 77, lo recuerdo bien porque nuestros carpesanos de anillas, en vez de estar llenos de adhesivos de cantantes o actores, se habían poblado de pegatinas de partidos políticos.  Partidos de izquierda porque el mío era un barrio obrero.   Las clases de religión nos las daba el propio párroco, Agustín Chillón Calvo, que hacía honor a sus dos apellidos.   Una tarde el cura nos hablaba del Sacramento del Matrimonio, que si lo había instituido Cristo en las Bodas de Caná, que si el Mesías había abolido el repudio porque había traído la Nueva Ley, que si la unión en la salud y la enfermedad hasta que la muerte nos separase haría que fuésemos madres de familia felices, que si teníamos que rezar para que en nuestro país, tan católico, nunca existiese la barbarie del divorcio... 

 

Del pupitre del fondo llegaba rumor de susurros, Lidia Maurel le explicaba a Carmen Parra que su madre era más feliz desde que había plantado a su padre, porque sus padre les pegaba cada noche que llegaba borracho, que su madre quería que viniese el divorcio como en Francia porque una prima de ella le había dicho que así ya no habrían maridos que pegasen, que el divorcio era bueno para las mujeres...  El padre Agustín, cansado del murmullo, se mesó los cuatro cabellos que mal disimulaban su calva y chillando le ordenó a Lidia Maurel que se pusiera en pie y contara a toda la clase eso tan interesante que le estaba explicando a su compañera de pupitre.   Lidia Maurel se puso más roja que la bandera del Partido Comunista y con voz entrecortada le contó la opinión de su madre.   Dijo la verdad y la verdad la hizo libre.   Libre sí, libre de no volver nunca más a nuestra escuela. 

 

La expulsaron aquella misma tarde.  Y las demás aprendimos que, a veces, es más prudente  mentir que decir la verdad.

 

4 comentarios

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Si leerlo por aqui es emocionante, vivirlo en vivo y en directo debe de ser impresionante, no?

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